VENCEDORES Y VENCIDOS

En Piazzale Loreto, en esta fría tarde de marzo de Milán, todavía parece rugir la muchedumbre ante los cuerpos inertes de Benito Mussolini, Clara Petacci y otros tres prebostes del fascismo, colgados por los pies, en lo alto de una hoy inexistente estación de servicio (habían sido fusilados con anterioridad). Se trata de una plaza fría, como lo es el norte de Italia, en la que hoy, salvo esa frialdad, nada hace recordar los tremendos sucesos que tuvieron lugar allí, el 29 de abril de 1945. El fascismo había sido vencido por las armas. Y los vencedores se tomaron su venganza.

También hubo vencedores y vencidos, aunque sin tanta escenificación dramática, en Portugal y en Grecia, otras dos dictaduras del sur de Europa. En Grecia, la crisis con Turquía (a cuenta de Chipre, que acabó, y todavía continua, partido en dos, con el norte ocupado de facto por los turcos) terminó con la caída del régimen y la posterior condena judicial de los militares golpistas, que habían actuado contra Makarios, el gobernante autóctono de Chipre, porque los coroneles griegos querían disminuir su creciente desprestigio con una victoria militar, anexionándose la isla (la enosis). En Portugal, la revolución de los claveles, originada por el descontento de los militares destinados en África (básicamente en Angola y Mozambique, donde se había librado una larga guerra colonial) también provocó la caída del salazarismo, iniciándose así un sistema democrático que se consolidó no sin problemas debido a la gran influencia que los llamados “Capitanes de abril”, con fuerte componente izquierdista, desarrollaron al inicio de la democracia, hasta que los militares fueron apartados de la política, se suprimió el Consejo de la Revolución y se consolidaron los partidos políticos civiles.

En ambos casos, es decir, en Grecia y en Portugal, el componente exterior fue determinante, como lo había sido para el establecimiento, o restablecimiento según los casos, de la democracia después de la Segunda Guerra Mundial, en los países que no cayeron bajo la órbita comunista.

Sin embargo, en el caso de España, no se produjo una derrota militar del franquismo, ni tampoco existieron factores o intervenciones exteriores que determinaran su finalización, a pesar de que en algunos sectores de la oposición existió durante un tiempo la creencia de que el triunfo de los Aliados podía conllevar la caída del régimen (a ello se aplicaron los maquis, esperando poder unirse en paseo triunfal a los vencedores europeos y americanos cuando, según creían en la clandestinidad, cruzaran los Pirineos para deponer a Franco). Pero Franco se murió en la cama, le pese a quien le pese. Y la transición a la democracia fue el resultado de un acuerdo amplio entre quienes consideraron que el franquismo ya no se correspondía con los tiempos y quienes se habían opuesto a él, con mayor o menor fuerza y resultados, especialmente en los últimos años de la dictadura.

No hubo, pues, en España, vencedores y vencidos. Nada de Piazzale Loreto, ni condenas a militares golpistas, ni claveles en los fusiles. La política de “reconciliación nacional”, proclamada por el Partido Comunista de España en su Declaración de junio de 1956, en la que afirmó “solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco”, convergió con los acuerdos derivados del “Contubernio de Munich”, en 1962, protagonizado, entre otros, por liberales, democristianos y socialistas. Todo ello dio sus frutos veinte años después, cuando tras la formación del gobierno Suárez y la adopción de los Pactos de la Moncloa, el llamado “consenso” facilitó que, todos, los que estuvieron en un lado y los que estuvieron en el otro, pudiéramos pasar página civilizadamente para comenzar esta etapa de constitucionalismo democrático que, lamentablemente, algunos quieren destruir para volver a entronizar los conceptos de vencedores y vencidos.

¿Cómo lo hicimos? Buscando lo que nos unía, renunciando a algunas cosas y dejando a un lado lo que nos separaba. Sobre todo, buscando lo que nos unía: el deseo de contar con un Estado de Derecho, con democracia y con derechos humanos. Aunque se tuviera que renunciar, en aquellos días, a símbolos que, de mantenerlos, hubieran hecho imposible la transición. Recuerdo, al respecto, las silenciosas lágrimas de los veteranos miembros del PCE cuando oficializaron el cambio de bandera, ante una mesa presidida por la republicana, que fue retirada para ser sustituida por la bandera nacional; habían mantenido durante toda la clandestinidad un símbolo al que fueron capaces de honrar declarando que la reconciliación, como valor superior, bien valía su cambio.

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Hoy en día, cuando, encontrándonos por primera vez ante un resultado electoral que no ofrece mayorías claras, es necesario poner de acuerdo a las fuerzas políticas, precisamente en unas circunstancias de crisis, tanto internas como externas, en vez de ello vuelven a aparecer, reforzadas en forma populista, las opciones que preconizan y, donde pueden, ponen en práctica, el enfrentamiento y la división, con falsos postulados ideológicos.

Se nos propone, como panacea indiscutible, “el cambio”. Y se define al “cambio”, simplemente, como conseguir apartar de las opciones de gobierno precisamente al partido que, aunque sin mayoría suficiente para gobernar, más votos y escaños ha obtenido en las elecciones. Y ello es presentado a la ciudadanía como un logro democrático. Aunque el apartheid hacia una fuerza política puede ser, en determinados casos, legítimo, hay que analizar muy a fondo cuándo está justificado o cuándo se trata de, lisa y llanamente, un recurso demagógico utilizado con fines poco virtuosos.

Ciertamente, es necesario un cambio. Es necesario cambiar la política española, en todo el territorio, para hacerla más inclusiva y para que responda mejor a las necesidades reales de la ciudadanía. Ello tiene que implicar, evidentemente, un cambio en el gobierno de España. Quizás sea necesario cerrar la etapa de gobiernos monocolores, los de la mayoría absoluta de turno cuando la ha habido, o cuando para gobernar en minoría se ha ido forjando una política de cesiones poco meditadas a los nacionalismos periféricos que nos ha llevado hasta donde estamos. Yo no tengo duda al respecto. Es necesario un cambio. Pero, ¿qué cambio?

No es cambio volver a las concepciones de vencedores y vencidos. Ésa ha sido, desgraciadamente, nuestra historia política, única y afortunadamente abandonada con el consenso que presidió la transición a la democracia. Hemos tenido constituciones liberales, moderadas, conservadoras, tendentes hacia la izquierda o hacia la derecha que siempre han generado división y sustitución de unas por otras, según terciara la mayoría electoral (la funesta “regla de la mayoría”).

Por el contrario, el cambio, el cambio profundo, consistiría en olvidar esa política de bloques y, fijándonos en lo que puede unirnos en torno al Estado de Derecho, la democracia y los derechos humanos, que son los pilares de la Europa de que nos dotamos al finalizar la Segunda Guerra Mundial en el Congreso de La Haya (1948), formemos un gobierno que pueda conducir esta nueva etapa que la ciudadanía quiere que sea plural, porque así lo ha demostrado en las urnas.

Claro que no se puede llegar a cualquier tipo de “acuerdo” para el cambio. De la misma manera que no podía haber consenso, en la etapa pre-democrática, con quienes quisieran instaurar un régimen revolucionario o quisieran dinamitar violentamente el proceso constituyente, que también los hubo de esa calaña. Es necesario, pues, fijar los parámetros del cambio. ¿Cuáles serían, en las democracias actuales, los indicadores sobre los cuales se tiene que fijar la discusión? ¿Cómo se podrían definir en el caso de España?

La primera cuestión en la que nos tenemos que fijar es en qué tipo de Estado queremos: unitario, federal, descentralizado, ¿roto?, porque ello va a determinar los procesos de toma de decisión y la articulación de todos los poderes públicos. Por ello, no es posible, en este punto, el consenso entre los diametralmente opuestos, ya que, teniendo en cuenta que uno de los principales problemas ante los que nos encontramos es el del secesionismo en Cataluña (no digo catalán, porque catalanes somos muchos y variados), el modelo territorial constituye un elemento importante para ver con quién se puede converger al respecto. ¿Se puede llegar a acuerdos con quienes quieren separar en vez de unir? ¿Es legítimo pactar con quienes desnaturalizan las instituciones jurídicas, tergiversando los conceptos y pretendiendo hacer creer a la ciudadanía que sería legal el ejercicio del mal llamado derecho a decidir, que encubre un derecho de autodeterminación que el propio Secretario General de Naciones Unidas ha declarado fehacientemente que no es aplicable en el caso de las relaciones entre Cataluña y el resto de España?

Otra cuestión muy importante es qué posición se tiene con relación a nuestra integración en Europa. Es cierto que oscilamos en este punto entre, por una parte, lo que defienden los federalistas europeos, que también existen en España de manera transversal en muchas fuerzas políticas y, por otra parte, lo que patrocinan quienes prefieren que los Estados miembros de la UE, en vez de las instituciones comunes, sean más protagonistas de la política europea. Será necesario dialogar para acordar posiciones, no sólo en abstracto, sino en relación con políticas concretas, como sucede, por ejemplo, en estos momentos, en relación con el tema de los refugiados y demandantes de asilo. Pero, ¿es posible forjar acuerdos con quienes promueven, en el propio Parlamento Europeo, mecanismos para la salida de, entre otros, España, del euro, convergiendo con las fuerzas más antieuropeas allí representadas? ¿Resulta políticamente aceptable que se realicen acuerdos de gobierno con quienes pretenden romper las políticas sociales apoyadas desde la UE saltándose los compromisos económicos que las hacen posibles? Es verdad que la tensión entre las normas económicas y las de contenido social provoca que estas últimas a veces tengan un reflujo no deseable. Pero también es cierto que los llamados “recortes” sociales han sido decididos muchas veces culpando a Europa de ellos, cuando ha sido la mala administración de los Estados y, en nuestro caso, también de las Comunidades Autónomas, lo que ha debilitado la protección social. Se aplican fondos indebidamente a políticas secesionistas, por ejemplo, en detrimento de lo que la sociedad necesita. Se detraen recursos de las arcas públicas, farisaicamente, para engrosar patrimonios privados. Terminar con todo esto, acordar mecanismos eficaces para hacerlo, sería un elemento de cambio realmente muy importante.

También es necesario analizar, para ver con quién se puede formar gobierno, cuál es y ha sido la posición de los partidos políticos ante cuestiones tales como su propia financiación. ¿De dónde provienen los fondos de que disponen? ¿Cómo los administran? En este punto, el análisis es complejo, puesto que mientras no cambien las leyes de financiación de los partidos y, sobre todo, la mentalidad de quienes tienen que aplicarlas, difícilmente podremos obtener trigo limpio al respecto. Y no sólo entre los partidos “clásicos”. Algunos de los nuevos tienen mucho que limpiar en su interior, sobre todo por la procedencia de los fondos, que les han llegado, y les continúan llegando, desde regímenes nada compatibles con nuestras democracias. ¿Es posible aceptar como protagonistas del cambio democrático a quienes se financian con fondos procedentes de sistemas en los que las mujeres son poco más que mercancías, se persigue a las personas por su orientación sexual o se expropian bienes, trabajosamente adquiridos, sin ningún tipo de garantía? En estos casos, podemos legítimamente preguntarnos ¿qué quieren a cambio quienes tan generosamente actúan?

Y, por no extenderme demasiado y terminar ya esta reflexión, creo que otro de los puntos importantes para centrar el cambio es la actitud que los partidos tienen en relación con los principios del Estado de Derecho. La sujeción de gobernantes y gobernados a la ley, al Derecho, constituye quizás el logro más preciado de la evolución social. Estar seguros de que, a las seis de la mañana, si llaman al timbre es el lechero (parece ser que Churchill dixit), es algo que no podemos perder por ningún motivo. Saber cuál es la ley que nos van a aplicar, en cualquier circunstancia, aunque no nos acabe de convencer su contenido, nos da seguridad jurídica y, por ello, podemos ajustar nuestra conducta y prever sus efectos, en todos los ámbitos. Con el Estado de Derecho se terminaron la arbitrariedad y el absolutismo. Y tenemos el Derecho como procedimiento, como garantía, para defender, pretender y acordar los cambios que creamos necesarios, en todos los niveles, desde la propia Constitución hasta los reglamentos o las normas de orientación. Entonces, ¿se puede llegar a acuerdos con quienes proponen y defienden que sólo aplicarán las leyes que ellos consideren justas? ¿Se pueden forjar consensos con quienes desprecian los procedimientos legales y quieren imponer los que les parezcan adecuados, sin el respeto de las garantías propias de la toma de decisión democrática, que no puede ser otra que la preestablecida por la ley? ¿Se puede estar de acuerdo con quienes pretenden substituir los instrumentos democráticos representativos por la democracia deliberativa o la democracia directa sin respaldo legal? ¿Sería lícito, en democracia, que los gobiernos se formaran con quienes dejarían a la ciudadanía indefensa ante la arbitrariedad?

En aras de la formación de gobiernos, en las democracias de nuestro entorno, podríamos fijarnos en otros parámetros. Pero creo que ya son suficientes los que he expuesto. No creo en el cambio que derive de una concepción de “vencedores y vencidos” o se fundamente en el apartheid. Ese cambio ha sido perpetrado excesivamente a lo largo de nuestra historia constitucional. Y ya sabemos con qué resultados. No ha habido, en estos casos, cambio verdaderamente democrático.

Si continuamos bajo esos parámetros no habrá un cambio como el que hoy en día se necesita. ¿No sería, en el fondo, un cambio profundo, el más profundo que se hubiera realizado en España, que se formara un gobierno en el que estuvieran representados todos los partidos que pudieran consensuar sus políticas teniendo en cuenta parámetros sobre los que pudieran llegar a acuerdos consistentes? Eso sí que sería un cambio…

Milán-Barcelona, 7-12 de marzo de 2016.


5 respuestas a “VENCEDORES Y VENCIDOS

  1. Admirable exposición de la situción actual en España, con una clarividencia y sensatez en el análisis. Debería ser leídoy por toda la clase política , y conducirla a reflexionar si realmente están actuando con ética y justicia.

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