PEDAGOGÍA FEDERAL

La palabra federal levanta ampollas por doquier. Nos las ha levantado en la Unión Europea dónde, a pesar de contar con una estructura federativa, pocos se atreven a usar el vocablo. Nos las está levantando en España, donde se asimila federal a confederal, a centrifugación competencial, a caos administrativo incluso. La falta de formación en teoría constitucional, cuando no intenciones poco claras, están provocando malos entendidos y equivocaciones.

Empezaré por la UE: Nos hemos dotado de una estructura que se inspira en el federalismo: En primer lugar por el principio de atribución, es decir, por el hecho de que los entes que la componen, atribuyen funciones y competencias que anteriormente eran suyos a esa nueva realidad política. En segundo término, porque, con los debidos contrapesos, la igualdad de derechos entre los Estados miembros y el acercamiento progresivo de los derechos de los ciudadanos constituyen ejes importantes en todo ello; incluso cuando aparecen las cooperaciones reforzadas, que implican que unos Estados pueden avanzar más estrechamente unidos en políticas concretas, ello se realiza no para disgregar las competencias de la Unión y reforzar las competencias de sus partes, sino para ir reforzándolas progresivamente, en detrimento de las que unilateralmente pueden ir tomando los Estados miembros. En tercer lugar porque las técnicas de cooperación se estrechan cada vez más, incluso en los ámbitos en los que las competencias no son exclusivas de la UE, porque la cohesión federal va abriéndose camino, sobre todo jurídico y económico, aunque a veces sea difícil de percibirlo por quienes no son expertos en ello. Y aún así, siempre, incluso desde los federalistas europeos, utilizamos más términos como «técnicas federativas» en vez de «técnicas federales», porque el vocablo federal, como digo, levanta ampollas.

Continuaré por otros derroteros. Existen múltiples tipos de federalismo y no existe hoy en día ninguna confederación que responda a la definición jurídica del término. No es el mismo federalismo el de los Estados Unidos, que el de Alemania, que el de Austria, el de Bélgica, el de Suiza, el de México, el de Brasil, el de la India, el de Canadá, por poner unos ejemplos. En algunos países. el federalismo se basa en la transferencia de competencias antiguamente soberanas de los entes que se federan a la entidad federal; en otros, esa transferencia de competencias no alcanza tal intensidad porque en el fondo lo que se establece en ellos es un reparto competencial administrativo más que político. Todo depende de la Historia de cada cual, de su propio sistema jurídico y de la práctica que se ha ido acumulando a través del hacer frente a nuevas necesidades. Pero en prácticamente todos ellos existe un principio básico (que puede presentar tenues variantes en su concreción en dependencia de esos factores que he indicado) que es el de igualdad de derechos entre los diversos componentes de la federación, que únicamente puede tener alguna excepción, muy justificada y argumentada, si existe un acuerdo no sólo «por arriba» sino también «desde abajo». Además, toda la ciudadanía, debe ser titular de los mismos derechos básicos y ello constituye un imperativo que no puede ser objeto de discusión. Se aúnan la igualdad organizativa territorial básica, con la garantía de igual derechos básicos para las personas. Llegar hasta ahí no ha sido fácil. Pensemos, por ejemplo, en Estados Unidos, donde la tensión entre federación y confederación ha tenido que ser objeto de un gran número de sentencias del Tribunal Supremo y no se cerró, en la práctica, hasta que los federales ganaron la Guerra Civil.

Y luego, seguiré por aquí: Cuando hablamos de federación, de federalismo, o de Estado federal, tendríamos, en primer lugar que centrarnos en definir de qué tipo de federalismo estamos hablando. Porque el vocablo, sin más, puede hacer mucho bien o mucho mal, política y socialmente hablando. Varios colegas, de distintas universidades españolas, incluida la mía, presentan unas propuestas al respecto que hay que celebrar, en cuanto a la iniciativa, otra más de entre varias que ya se han producido o que están en curso. Que los académicos debatan es siempre sano, porque los políticos tienen ahí elementos e indicadores para abordar temas que de otro modo se abordarían en forma excesivamente simplificada. Sin embargo, celebrada la iniciativa, creo que se necesita una reflexión más plural (no por ser de distintos lugares se incorpora la pluralidad en su conjunto) y, sobre todo, más realista, acerca del contenido de las propuestas, pues sorprende que, saliendo, como estamos indiciariamente saliendo, por lo que vamos viendo, de las mentiras del procés, tengan en cuenta postulados que están en la base del engaño más dañino, intelectual, social, política y económicamente hablando, que hemos sufrido desde que nos dotamos de una constitución democrática en 1978. Varios son los elementos que, como ideas a vuelapluma y conociendo el texto que han elaborado, no puedo compartir. Me refiero a que, tal como algunos proponen, hay que reforzar el papel autónomo de los Estatutos de Autonomía (el refuerzo del autogobierno también dicen), que hay que aceptar «singularidades», ir más allá de lo que hasta el momento constituye la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el Estado de las Autonomías o reforzar el bilateralismo frente a la cooperación multilateral.

Aunque comparto doctrinalmente, como en buena parte de la teoría jurídica europea, que los Estatutos de Autonomía son normas constitucionales de segundo grado, y así lo tengo escrito y razonado en diversos trabajos jurídicos, no puedo aceptar que en su elaboración sean normas autónomas, es decir, que se desgajen, en su elaboración de lo que les ha podido ir dando coherencia en el marco del sistema jurídico multinivel, que es la segunda tramitación del texto, aprobado primero en el Parlamento autonómico y que, a continuación deban ser aprobados como leyes orgánicas en las Cortes Generales. Es posible que quizás no deban ser leyes orgánicas, o puede que se tenga que llamarles de otra manera, pero la historia de nuestra democracia nos ha demostrado que la lealtad constitucional no brilla precisamente en forma diáfana entre nuestros políticos (periféricos especialmente, pero no sólo entre ellos) y que a pesar de que mis colegas quieran sujetarlos a la Constitución y de que ahora ya volvemos a tener en vigor el recurso previo de inconstitucionalidad, la falta de ensamblamiento procedimental en la adopción de normas de tal calibre, nos va a generar la peor de las situaciones si los estatutos aprobados por los parlamentos autonómicos abandonan la tramitación y condición de leyes orgánicas. Una cosa es lo que podría gustar, como desiderata, y otra la realidad a la que nos estamos enfrentando. Sobre todo, porque, quizás no hayan tenido en cuenta que la idea de que los Estatutos de Autonomía no fueran objeto de recurso previo, siempre defendida por los nacionalistas vascos y catalanes respondía a la idea, que siempre expresaron en los debates parlamentarios y así consta en el Diario de Sesiones, de que, para ellos, los Estatutos de Autonomía, en su pretendida y preconcebida bilateralidad jurídica frente al Estado, no podían ser objeto de ningún control de constitucionalidad.

Tampoco comparto, como catalana, española y europea, la idea de «singularidad» que se pretende para algunas comunidades autónomas, la catalana por ejemplo. Chirría frontalmente con todo el proceso de integración, federativo, que venimos trabajosamente tejiendo en Europa. Esta singularidad, de ser reconocida, no puede ser puramente retórica, pues por qué se la reclama si ello no produce efectos, o simbólica, que contente a los que nunca se van a contentar. Rompe, por lo demás, toda idea de ciudadanía, que es la base de la construcción europea, forjada alrededor de los derechos y obligaciones comunes. Por lo demás,¿ cuáles pueden ser los elementos «singulares»? La Historia? ¿La lengua? ¿Los sentimientos? ¿Un Corpus jurídico previo? Singularidad evoca identitarismo (no sería necesario proclamarla de no ser así) y ha sido precisamente el falso identitarismo, identificado por el nacionalismo bajo la idea de «un sol poble» [un único pueblo] lo que ha otorgado a la realidad actual que estamos viviendo rasgos supremacistas, excluyentes y antidemocráticos, ofensivos para esa gran mayoría ciudadana que no se ha situado en el ámbito de la «singularidad». Hoy en día no son los genes lo que predetermina a las sociedades libres y democráticas, es su voluntad de coexistir, racionalmente, con igualdad de derechos y obligaciones. Por algo, situamos entre los valores de la Unión Europea, que son comunes (y establecimos que «son» no que deben ser) a sus Estados miembros, la dignidad humana, la libertad, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Digo que los situamos en el Tratado de la Unión Europea porque participé directamente en ello y quiero destacar la última frase: Los derechos de las personas pertenecientes a minorías, no los derechos de las minorías, puesto que era la idea de ciudadanía lo que nos tenía que unir, no las identidades nacionales ni los identitarismos singularizados, precisamente para evitar lo que los nacionalismos habían originado en Europa durante la primera mitad del Siglo XX. Como decía Jean Monnet, se trataba de unir personas. Mal casa con la realidad europea, española y catalana la juridificación de singularidades. Salvo que se trate de entrar en el ámbito conceptual propio del nacionalismo identitario. Pero para este camino no eran necesarias tantas alforjas.

Proponer, como se hace, la recuperación de los contenidos del Estatuto de Autonomía de 2006, declarados contrarios a la Constitución por el Tribunal Constitucional en 2010, o sujetos a la interpretación establecida por la sentencia, no es una técnica ajena al constitucionalismo comparado. Francia lo ha hecho en varias ocasiones sin que se desangre el sistema. El problema no está en la técnica, está en el contenido de lo que se pretende recuperar. Ello estaba en la base de la primerísima propuesta de reforma del Estatuto que se barajó y de la que me retiré desde el primer momento, puesto que claramente detecté que lo que con esos primeros papeles se pretendía era la voladura del Estado. La reforma fue concebida, y ello es así reconocido por sus propios autores, como un texto que superase a la Constitución de 1978 para obligar a una reforma posterior de la Constitución que tuviera como ejes lo que se incorporase al Estatuto de Cataluña. Como si lo que se decidiera en una Comunidad Autónoma pudiera condicionar a la reforma territorial del Estado en su conjunto. Ello constituía, para mí, un torpedo en la línea de flotación del federalismo al que, como federalista europea que soy desde que en 1984 conocí a Altiero Spinelli, Virgilio Dàstoli y otros «motores» de Europa y me incorporé al Movimiento Europeo. Porque el federalismo no supone la centrifugación competencial que ha sido la práctica observada en la organización del Estado de las Autonomías, sino el establecimiento de instrumentos de cooperación, coordinación y colaboración para que la toma de decisión se organice teniendo en cuenta la realidad de todas las personas presentes en todos los territorios. Porque el federalismo no se basa únicamente en cooperaciones bilaterales entre la federación y los órganos federados de cada territorio. Y porque el federalismo no encaja con las singularidades, ni los supremacismos ni los etnicismos, más soñados e inventados que reales, que vienen jalonando el conflicto en el que nos hallamos sumergidos.

En conclusión, tengo por norma intelectualmente procedimental, analizar los conceptos y estimular el debate como paso previo a la formulación de propuestas concretas. Uno de los conceptos, en este sentido, que precisa de mayor estudio y análisis es, precisamente, el federalismo. Porque tenemos que tener claro qué significa, qué opciones comporta y en qué nos puede, o no, ser útil. No sea caso que, como dice la canción, se nos agote el amor de tanto usarlo.

 

Lérida, 6 de enero de 2019.


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