CADA GENERACIÓN TIENE QUE VOTAR LA CONSTITUCIÓN?

Se ha producido un debate acerca de la “boutade” sobre “Revoluciones” que Jefferson acuñó estimando que más o menos cada 20 años se tenía que renovar el “espíritu constituyente”, para mantener su vigencia revolucionaria, porque, afirmaba, “«El árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos. Ésta constituye su abono natural.» Boutade que ni el propio Jefferson puso en práctica, puesto que la Constitución americana data de 1787, nunca ha sido referendada y mucho menos “regada con la sangre de patriotas y tiranos” desde que terminó su Guerra Civil y se consolidó el federalismo hace ya casi siglo y medio.

Con Daniel Berzosa abordamos este asunto en este artículo. Un trabajo más de fondo aparecerá próximamente en una revista especializada, con la participación de más expertos en el tema.

DURABILIDAD CONSTITUCIONAL

Del mismo modo que están en vigor Constituciones que no fueron aprobadas en referéndum, no siempre se exige este para aprobar la reforma constitucional. Esta observación viene al caso porque, como los ojos del Guadiana, emerge el debate acerca de si, al haber sido aprobada la Constitución por referéndum del pueblo español en 1978, buena parte de la población actual no se habría pronunciado sobre ella, y, como consecuencia, habría perdido su legitimidad; porque rige sin que esta la haya votado.

Esgrimen quienes defienden tan peregrina idea que la Constitución debería ser votada por cada generación. Se hacen aparentemente eco del lema que Jefferson acuñó en sentido lógico-revolucionario, estimando que cada 20 años se tenía que renovar el «espíritu constituyente». Y, aunque ni él lo puso en práctica, es la base de la que parte la trascendental problemática de la reforma constitucional. Pues es cierto que las Constituciones, como reflejo de la sociedad que rigen; bien se adaptan al cambio histórico; bien sencillamente acaban perdiendo su eficacia. La Constitución estadounidense, de 1787, la primera en sentido contemporáneo, no fue sometida a referéndum, sino ratificada por los Estados integrantes de esa unión federal, y sigue vigente; aunque ha sido reformada en numerosas ocasiones.

Tampoco ha sido jamás votada en referéndum la Constitución del Reino Unido, ni lo fueron inicialmente las Leyes constitucionales de Suecia, ni las Constituciones de Dinamarca y Austria. Tampoco fue aprobada en referéndum la Constitución de 1931, cosa que ‘olvidan’ nuestros queridos ‘republicanos’ actuales. Sí se aprobó en referéndum la Constitución francesa tras la Segunda Guerra Mundial; pero, en Italia, sólo se votó si se optaba por monarquía o república. Tampoco se convocó a referéndum en Alemania, que adoptó la Ley Fundamental de Bonn, incluso sin asamblea constituyente. ¿Alguien que conozca mínimamente la teoría constitucional discute el carácter democrático de estos países, porque no han votado su Constitución cada 20 años?

Se suele vincular el referéndum a las reformas sobre aspectos substanciales del sistema político, sin que se trate de un requisito exigible siempre. Es el caso de Austria, Dinamarca, Eslovenia, Estonia, España, Francia, Irlanda, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Polonia o Rumanía. En el resto de países de la Unión Europea, la reforma constitucional no exige referéndum. Ello no implica que no pueda realizarse, salvo en el caso de Alemania, cuya Constitución no prevé la realización de referendos federales, sin duda por el recuerdo de los realizados en el período nacionalsocialista.

Es falso, por otra parte, que los instrumentos de democracia directa, como es el referéndum, otorguen sin más un mayor grado de legitimidad a una decisión o a un sistema políticos. Durante el franquismo, se realizaron dos. El primero en 1947, para aprobar la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado; el segundo en 1966, con la Ley Orgánica del Estado. Según aquella sesgada forma de estimar el valor del referéndum, si en cuarenta años se hicieron dos, se ganó además la legitimación generacional cada 20 años. ¿Significa que fue democrático el sistema del Caudillo?

Con el de aprobación de la Constitución de 1978, se han hecho tres referendos nacionales en España. Los otros dos fueron el de permanencia en la OTAN en 1986 y el del malogrado Tratado Constitucional europeo en 2005. Ciertamente, España no es de los países que más se inclinan por realizarlos. La palma es para Francia, que ha hecho más de setenta, e Irlanda, con cerca de treinta. Existen también países por detrás de España, como Holanda y Bélgica, con uno desde que adoptaron sus constituciones. Suiza constituye caso aparte, pues el referéndum, por influencia rousseauniana, es un método «ordinario» en la toma de decisión, sobre todo, en el ámbito cantonal.

En este punto, cabe preguntarse si son estos países los referentes de quienes promueven esa «ratificación por referéndum generacional» de la Constitución en España («porque si no el sistema pierde legitimidad»); o resulta que su ‘inspiración’ surge de otros regímenes, muy alejados del nuestro y de los Estados de la Unión Europea. En este ámbito, la Comisión de Venecia ha adoptado un «Manual de buenas prácticas sobre referéndums» en el que se indican las condiciones que deben cumplir estos instrumentos de democracia directa. No podemos obviar, ni olvidar dónde estamos insertos, so pena de pretender establecer comparaciones entre instituciones e intenciones no comparables.

Esto es decisivo, porque no siempre el referéndum ha sido un motor democrático. Erdogan, por ejemplo, en Turquía, lo ha mostrado varias veces en los últimos años, con referendos involucionistas, de reducción de derechos y ensalzamiento de un líder que no duda en revertir la democracia. Tampoco el uso del referéndum en Rusia, dirigido también a perpetuar el poder de un líder («porque así lo quiere el pueblo») constituye un ejemplo democrático. O el uso que pretendió Pinochet en Chile, o Fidel Castro en Cuba, o Hugo Chávez en Venezuela. En todos estos casos, no se trataba de referendos, sino de plebiscitos para legitimar la ocupación del poder por una persona concreta.

El referéndum, como plebiscito, se opone a la esencia de la democracia como diálogo y participación. Su aparente simplicidad, reduciendo a dos posibilidades la respuesta de la ciudadanía a cualquier pregunta (sí o no) desemboca en respuestas emocionales, no en la expresión racional de un voto sobre distintas opciones políticas, que tienen propuestas propias, coincidentes o no, sobre la acción política, el contenido de una norma o la organización de los órganos de toma de decisión.

            Una concepción estrictamente plebiscitaria subvierte la esencia del concepto de democracia, que tan trabajosamente se abrió paso durante los siglos XIX y el XX, y que es la de integración (Smend), el respeto de las minorías exigido por la Sociedad de Naciones o los derechos fundamentales, como límites al poder en el marco del parlamentarismo racionalizado (Mirkine-Guetzevitch). Contra aquella concepción de la democracia, fraguada para intentar evitar la repetición de las situaciones que originaron la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, la regla de la mayoría, aplicada sin mayor argumento que la fuerza de los votos y retorciendo el funcionamiento de las instituciones, facilitó el acceso al poder de las más tiránicas formas de opresión y humillación del individuo, de exclusión social y exterminio del disidente. Eso sí, con la aprobación plebiscitaria de las enloquecidas y visionarias propuestas del todopoderoso líder, conductor de la nación y hacedor de la nueva y perfecta sociedad. Y es que, para ellos, que blandían también un «mandato democrático», la regla de la mayoría todo lo podía, no se equivocaba, todo lo justificaba.

La consulta a la población no es lo único que legitima a los sistemas políticos. El ritual procedimental, no limitado a decir sí o no en una consulta, construye precisamente el elenco de las garantías que pueden impedir el uso torticero del voto; porque se trata de asegurar unos contenidos de respeto del Estado constitucional, de democracia, libertad y derechos fundamentales. Ello se va ratificando día a día, con la interpretación, desarrollo y puesta en práctica de todos esos derechos, obligaciones, principios y valores que se plasman en las Constituciones, cuando se elaboran y adoptan para que den estabilidad a las sociedades actuales. Es esta «práctica de la Constitución» lo que fundamenta la legitimidad de los sistemas; porque permite analizarlos y practicarlos en su complejidad, huyendo de ratificaciones plebiscitarias y de simplificaciones interesadas.

Daniel Berzosa es profesor de Derecho Constitucional y abogado. Teresa Freixes es catedrática Jean Monnet «ad personam» y vicepresidenta de la Real Academia Europea de Doctores.


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