LA PRIMAVERA DE SFAX

Voy hacia Sfax (Túnez) para hablar de transiciones políticas, cuando en España algunos pretenden hacernos renegar de la nuestra. En Túnez interesa reflexionar sobre experiencias habidas en otros lugares. Entre ellos, significativamente, España, que dejó atrás un régimen dictatorial y se adentró en la construcción de una democracia hace ya casi cuarenta años. Y mientras transcurre el viaje me pregunto cómo voy a enfocarlo… Su caso parece tan distinto del nuestro…

Pero hay un aspecto común. Tanto en Túnez como en España no ha habido vencedores y vencidos en el momento de la adopción de la Constitución democrática. Quizás por eso los tunecinos han vuelto sus ojos hacia España. Si, en nuestro caso, la transición derivó de la incapacidad de transformación del franquismo y del amplio acuerdo político que generó el consenso constitucional, en Túnez la transición transcurre tras una singular “primavera árabe” que ha generado, allí también, una constitución consensuada entre grupos, partidos y tendencias que, en principio, parecían condenados al enfrentamiento.

Es tan singular el proceso tunecino que sobresale en el constitucionalismo árabe-musulmán como un ejemplo de checks and balances, trabajosamente construidos a lo largo de una asamblea constituyente en la que nadie contaba con mayoría absoluta y los grandes partidos podían formar, cada uno por su parte, una minoría de bloqueo. Fuertes disidencias, en torno al propio concepto de democracia, del rol que debía atribuirse a la religión en un Estado moderno y respecto de la igualdad de mujeres y hombres, podían haber derivado en lo mismo que en Egipto o, incluso, en Libia, si la habilidad desplegada por una parte de la clase política de un lado y, del otro, por varias organizaciones de la sociedad civil, no hubiera llevado a buen puerto el cambio político, teniendo en cuenta, también, que sus oponentes, básicamente los partidos religiosos, no podían quedar relegados del mismo, pesara a quien pesara.

Dicen que ha sido uno de mis colegas, el profesor Ferhat Horchani, quien ha estado en la base de dar una respuesta al problema más peliagudo con que se encontraron en la constituyente: el carácter laico, o no, de la República tunecina. Efectivamente, la Constitución aprobada en 2014, retoma el art. 1 de la de 1959, adoptada tras la “revolución” que condujo a la independencia y añadiéndole el valor de cláusula de intangibilidad. El art. 1, común a ambas constituciones, dispone “Túnez es un Estado libre, independiente y soberano, el Islam es su religión, el árabe su lengua y la República su régimen”. A ello se añadió en 2014: “No está permitido modificar este artículo”. ¿Cómo se ha encontrado una interpretación que pudiera satisfacer, a islamistas por una parte y laicos por otra? En la opinión del citado profesor, la solución está en considerar que el Islam no es la religión del Estado, sino la que profesan los tunecinos, atribuyendo así un carácter laico a las instituciones e impidiendo que el Islam sea fuente del Derecho, al tiempo que se da satisfacción al valor social de lo religioso.

Además, la fuerza de la revolución, aunque no podía imponerse en la constituyente por encima de toda otra consideración, llevó a la adopción, en la Constitución de 2014, de otros artículos, el 2 y el 3, que refuerzan la interpretación que se acaba de mostrar sobre el art. 1. El art. 2, por su parte, dispone que “Túnez es un Estado civil, basado en la ciudadanía, la voluntad del pueblo y la primacía del Derecho. No es posible modificar este artículo”. Y el art. 3 establece que “El pueblo es quien detenta la soberanía y es fuente de todos los poderes que ejerce a través de sus representantes elegidos o por referéndum”. Con ello se robustece el carácter civil, también en el sentido de no militar (consideración importante al tratarse de un país en el que el ejército había sido fuente de todo poder) y no religioso (fortaleciendo el carácter laico del Estado) y elevando al pueblo como agente soberano de quien emana todo el poder. Se entiende ahora en Túnez, en consecuencia, que la ciudadanía prevalece sobre toda otra consideración.

Ello conlleva que, tal como también se hizo en las discusiones de la constituyente, la ciudadanía, la sociedad civil organizada, se muestre presente en los debates políticos, con sus aportaciones y sugerencias. Por ello, en su entorno, en el entorno de las “primaveras árabes”, Túnez es considerada como una “democracia participativa”. El presidencialismo ha sido sustituido por un parlamentarismo pujante pero que, por las inercias anteriores, no acaba de consolidarse y, el fuerte centralismo de antaño, pugna por mantenerse frente a ciertas tendencias descentralizadoras, que ven en la capital algo que no les deja desarrollarse y que se lleva prácticamente todos sus beneficios.

Sin embargo, en el coloquio en el que participo, no faltan críticas a la evolución del sistema. La revolución, a la que ha seguido una fuerte ofensiva del islamismo radical, con ataques terroristas en lugares sensibles para una economía que depende en buena parte del turismo, no ha traído el bienestar esperado para los tunecinos. El coloquio se realiza en Sfax, llamada también “la capital del Sur”, porque es la segunda ciudad de Túnez, demográfica y económicamente. En Sfax, el debate está lejos del tema de la laicidad o de la participación; ambas cosas están suficientemente asumidas (salvo lo que comentaré más adelante) y casi todo él gira en torno a la descentralización. Mi anfitrión, el profesor Nedji Bacouche, ha promovido el Código de las colectividades locales y ahora trabaja en la Ley de la descentralización. Como él, buena parte de los asistentes al coloquio, piensan que con ella muchos de los problemas que tiene la ciudad desaparecerán. Desde la revolución, hace ya más de cinco años, no existe la autoridad municipal, y los servicios que deberían ser prestados por ella brillan por su ausencia. Con cualquiera que se hable, sale a colación lo injusto que supone pagar los impuestos, especialmente los derivados de la actividad económica (basada esencialmente en la producción y comercialización de aceite de oliva y de la pesca), sin que el Estado revierta suficientemente en servicios. ¿A qué me recuerda este debate?

En mi intervención en el coloquio hice hincapié en la utilidad del consenso constitucional para la instauración del sistema democrático (tanto para ellos como para nosotros). Pero también insistí en que ello debía estar presente también en el desarrollo y la puesta en práctica del modelo establecido en las constituciones, salvo que nos sea indiferente que la falta de entendimiento provoque inestabilidades y, en el fondo, la fallida del sistema. Ellos estaban satisfechos, como lo estuvimos nosotros, por haber conseguido un acuerdo básico en la definición del modelo. Pero veo que ambos tenemos un problema que deriva de no haber resuelto, en el momento de la constituyente, el tema de la organización territorial del Estado sobre unas bases sólidas.

Siendo éste un elemento de singular importancia en la definición político/constitucional de cualquier país, manifesté que no era posible imponer un modelo que no estuviera consensuado entre las fuerzas políticas y socioeconómicas, porque de él depende, esencialmente, la prestación de servicios, por una parte, y la empatía social con el modelo constitucional, por otra.

Yo he estado en Túnez repetidas veces, desde que me incorporé al Consejo Científico de la Academia Internacional de Derecho Constitucional, que tiene su sede en la capital, hace unos 25 años. Había conocido un país amable, de gente alegre y vivaz, moderno en su entorno y con posibilidades reales, dentro de la Francofonía, de constituir el paradigma del Magreb en cuanto al equilibrio entre tradición y modernidad. Me había recorrido el país de punta a punta, sin necesidad de tomar precaución alguna, para visitar los lugares más emblemáticos. Había llegado a alojarme en el hotel que los terroristas volaron en Souse y visitado en varias ocasiones El Bardo, Cartago, El Jem, Kairouan y Sidi Bou Said, a veces con amigos y otras en solitario. Sin embargo, en estos últimos meses en que he estado dos veces ahí, las cosas han cambiado en forma preocupante.

Hace un mes y medio, mi visita tuvo lugar con motivo de un programa de la Comisión Europea, centrado en el problema de los refugiados que quieren entrar en Europa; la visita estuvo plagada de inconvenientes, todos ellos derivados de “la seguridad” que se nos tenía que garantizar. Estuvimos todo el tiempo encerrados en un resort de las afueras de Túnez; los desplazamientos se tenían que realizar con escolta (lo que significaba con protección del ejército y de los servicios de seguridad). No sé si era porque nos consideraban probable objetivo del terrorismo islamista, al ser una delegación de la Comisión, o porque en esos días había “incidentes” (léase enfrentamientos armados) en la frontera con Libia que temían pudieran derivar en una guerra formal, pero lo cierto era que sin el escolta del “pinganillo” y el coche patrulla no nos podíamos mover. Una noche nos llevaron a Sidi Bou Said y prácticamente no lo reconocí. Había toque de queda, habían desalojado el pueblo y aquel bullicio y explosión de color que existía previamente en el lugar había desaparecido. Sólo estábamos nosotros, con el servicio de seguridad y las tiendas, estudios de artistas y artesanos, los bares, estaban todos cerrados. Parecía un pueblo fantasma, cuando antes era un centro turístico y de recreo de primer orden, también para los lugareños. ¿De qué vivía ahora todo el comercio que existía anteriormente en la ciudad?

Durante estos días, en Sfax, en el sur, al lado del mar, las cosas han sucedido en forma muy distinta. Quizás el hecho de que se tratara de un evento organizado a nivel universitario y gubernamental no conllevó tanta rigidez como la existente en la estancia anterior. Aunque sólo había transcurrido un mes y medio entre ambas, parecía que el país hubiera recuperado la vida, pues la gente había vuelto a las calles y las había vuelto a llenar de color, pese a la precariedad económica que se evidenciaba por todas partes. Incluso me atreví a deambular por la ciudad. Había llevado conmigo mi “ropa de camuflaje” para pasar desapercibida, pero nada más salir del hotel la deseché, pues allí había “de todo”. Eso sí, muchas más mujeres con velo que las que yo recordaba antes de la revolución. Poder dar una vuelta por la Medina, cerrada como casi todas ellas por una muralla de adobe franqueada por sendas puertas profusamente decoradas, y poder tomar un café local en un espacio cultural autóctono, con varios doctorandos que tenían fe ciega en que todo aquello no podía más que mejorar, me devolvió la esperanza que había casi perdido en mi viaje anterior.

Tanto los estudiantes como mis colegas afirmaban que la revolución, de la que se sentían orgullosos pese a los inconvenientes que les estaba reportando (ellos se sentían, todavía, en transición hacia la democracia) les traería el progreso, no sólo económico, sino también intelectual, si conseguían consolidarla, controlando al terrorismo que les aislaba de otras culturas por el miedo que producía su amenaza, pero conviviendo con un islamismo al que, a su vez, temían en su influencia dans la tête, es decir, en la mentalidad de las personas. Afirmaban, en este sentido, que la profusión de mujeres veladas era debido a un uso populista del Islam por parte de un salafismo importado, no existente previamente en el país. De este modo, como en las escasas instancias de poder organizado existentes en Túnez, esta corriente había cobrado cierta fuerza, además de contar con elementos ideológicamente convencidos, y habían conseguido que muchas personas, entre ellas muchas mujeres, adoptaran los signos externos pertinentes con la finalidad de conseguir las prebendas (puestos de trabajo, ayudas económicas, posición social, etc.) administradas desde el radicalismo islámico, a pesar de que en Túnez no es tan radical como puede serlo en otros lugares de África. La misma opinión me había manifestado al respecto otro experto, mi amigo y colega Dr. Ibrahim Kaboglü, de la Universidad Marmara de Estambul en otro encuentro reciente, pero aplicando esta disquisición al auge del velo en la Turquía de Erdogan. Tanto el profesor turco como los tunecinos atribuían un papel esencial a la educación, como instrumento básico para hacer frente a ese populismo que no podía originar otra cosa que no fuera una regresión intelectual, especialmente en las empobrecidas clases medias.

Esta “primavera de Sfax”, en mi experiencia, simboliza la transición tunecina, la única que no ha derivado en graves enfrentamientos o directamente en una guerra, en todo el contexto de las “primaveras árabes”. Constituye un símbolo evidente del deseo de democracia, de libertad, de cultura, de una gran parte del pueblo, de un buen número de sus intelectuales. Todavía no ha conseguido consolidarse y los peligros de involución no han desaparecido, especialmente porque su triunfo significaría el triunfo de la razón sobre la barbarie en que otras “primaveras” han desembocado y ello constituye un desafío para el resto. Sería un modelo para la zona. Y para más allá de la zona.

Es cierto que deben ser ellos mismos (los tunecinos) quienes la consoliden (la democracia], teniendo en cuenta su propio pasado y presente, diseñando el futuro que ellos quieran construir. Pero en este mundo globalizado, para culminar este proceso, se necesita de nuestro apoyo económico y ayuda política, así como de nuestra solidaridad e intercambio intelectual. Es también nuestra responsabilidad ayudar a que la democracia tunecina pueda sobrevivir y, a partir de su experiencia, expandirse a otros lugares. Como hicimos en el sur de Europa, con la solidaridad de otros, reflexionando y fraguando consensos, para dejar atrás, en los años setenta, las dictaduras que habían jalonado buena parte de nuestro siglo XX.

Vuelo a Túnez, Sfax  y vuelo a Barcelona. 3-6 de mayo de 2016.


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