LA PROYECCIÓN E INFLUENCIA DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978

Cuando se aprobó la Constitución de 1978, al contrario de lo que había sucedido en muchos países tras la Segunda Guerra Mundial, no existió en España ningún planteamiento basado en la estrategia de vencedores y vencidos. Se rompía con ello lo que había venido siendo una constante en la historia de nuestro constitucionalismo desde que, en 1812, fuera aprobada la Constitución de Cádiz.

Lejos de gozar de la estabilidad de sistemas como el norteamericano o el británico, la historia política de la España del siglo XIX y buena parte del XX se manifiesta como un conflicto permanente entre liberales y absolutistas, centralistas y federalistas, laicos y religiosos, monárquicos y republicanos, demócratas y totalitarios… El mito de “las dos Españas” enfrentadas ha presidido buena parte de estos dos últimos siglos, a lo largo de los cuales las constituciones liberales y democráticas no consiguieron consolidar regímenes estables y la negación del constitucionalismo imperó durante largos decenios.

Nuestra historia constitucional se inicia, en sentido estricto, con la Constitución de 1812 (plantea problemas calificar como tal al napoleónico Estatuto de Bayona de 1808). En plena guerra de la Independencia, diputados españoles de ambos lados del Atlántico elaboraron en Cádiz una constitución que fue símbolo del constitucionalismo liberal; esta constitución tuvo mayor vigencia fuera de España (Hispanoamérica e Italia principalmente) que dentro de ella (6 años no consecutivos) y, a tenor de su texto, se instauró un régimen basado en la soberanía nacional, la división de poderes, el principio de la representación con prohibición del mandato imperativo, la libertad económica y la garantía de la propiedad, los derechos individuales y políticos (con sufragio todavía censitario y masculino) y el poder limitado del monarca, con la elección indirecta de las Cortes. El retorno del absolutismo de Fernando VII en 1814 y su reinstauración, tras el Trienio Liberal, con la Década Ominosa, hicieron imposible la consolidación y desarrollo de una constitución que no fue bien entendida por la mayor parte de la población.

Después del Estatuto Real (1984), que era más una carta otorgada que una constitución y estaba dirigido únicamente a la convocatoria de Cortes, la Constitución de 1837 significó otro intento de establecer un régimen liberal que tampoco pudo consolidarse. El moderantismo de la Constitución de 1845, por el contrario, estuvo vigente durante varias décadas. Se basaba en la soberanía compartida entre el rey (en este caso la reina Isabel II tras la abolición de la ley sálica y en ausencia de heredero varón) y las Cortes, la restricción del sufragio y de los derechos y libertades, en especial la libertad de prensa.

En medio de períodos de gran agitación, incluyendo los de las guerras carlistas y diversos levantamientos populares y militares tras el fracaso del Bienio Progresista (con una constitución no promulgada en 1856), los liberales consiguieron la aprobación de la Constitución de 1869. Esta era una constitución progresista que instauró una monarquía parlamentaria basada en la soberanía nacional, que reconocía derechos individuales y políticos y ampliaba considerablemente el sufragio masculino.

Pero el sistema fracasó al no consolidarse el régimen, ni la Corona, en Amadeo de Saboya, y proclamarse la I República. La república tampoco logró estabilizar el sistema, pese a haber aprobado un proyecto de constitución federal en 1873 (inspirada en la de los Estados Unidos), puesto que los problemas sociales, la guerra colonial y el cantonalismo dieron paso a la disolución de las Cortes por el general Pavía, todo lo cual derivó en la restauración monárquica en la  persona de Alfonso XII.

La Constitución de 1876, que estuvo formalmente en vigor hasta la Segunda República, pretendía emular el funcionamiento del régimen parlamentario y el bipartidismo del modelo británico, regresando a la soberanía compartida, entre el rey y las Cortes, instaurando un “turno” político entre liberales y conservadores y el reconocimiento el sufragio masculino y ciertas libertades políticas. Sin embargo, el funcionamiento real del sistema, con la manipulación electoral, el caciquismo, la pérdida del imperio colonial, las guerras en África y el desastre del 98, el pistolerismo y el terrorismo, el mal resuelto “problema catalán”, los problemas sociales y, sobre todo, la connivencia de la Corona y buena parte de la clase política con la dictadura de Primo de Rivera, prepararon el camino a la proclamación de la Segunda República, tras unas elecciones que, paradójicamente, salvo en las grandes ciudades, habían sido ganadas por los monárquicos.

Con la Constitución de 1931 (en buena parte inspirada en la Constitución de Weimar), el régimen republicano se fundamentó en la soberanía popular. Se instauró el denominado Estado integral en el que Cataluña, País Vasco y Galicia refrendaron sendos estatutos de autonomía, aunque sólo Cataluña llegó a organizar su autogobierno, no sin problemas, con el Gobierno de Madrid y el Tribunal de Garantías Constitucionales. La Constitución introdujo la democracia parlamentaria unicameral, el sufragio total (masculino y femenino, aprobado con grandes dificultades en las Cortes Constituyentes) y la garantía de los derechos fundamentales (incluyendo derechos sociales y un recurso de amparo). El poder ejecutivo se diseñó en ella como compartido entre el presidente de la República y el Presidente del Gobierno y se estableció la separación entre la Iglesia y el Estado. La Segunda República no consiguió dar tampoco una solución a los problemas crónicos de España y en pocos años, en medio de un contexto económico e internacional poco favorable, con el apoyo directos de los fascismos (en el poder en buena parte de Europa) y la complicidad de algunas potencias liberales, el alzamiento del general Franco y su victoria en la Guerra Civil frustraron de nuevo las esperanzas de consolidación de la democracia.

Comenzó así un nuevo periodo de negación del constitucionalismo, basado en las Leyes Fundamentales de los vencedores, que institucionalizaron un sistema corporativo y autárquico. Tras sucesivas reformas, el régimen desembocó, al morir Franco, ya con Juan Carlos de Borbón en el trono, en la Ley para la Reforma Política, que facilitaba la elección de Cortes, el sufragio universal y el pluralismo político, y que hizo posible la transición a la democracia.

Comenzaba un nuevo período de la historia de España que, contrariamente a lo que hasta entonces había imperado en el sistema constitucional, basado en cambios de régimen que conllevaban la imposición de las querencias de quienes se hubieran alzado con victorias, militares o electorales, sobre el resto de las fuerzas políticas o ideológicas, se fundamentó en el denominado consenso, propio de las constituciones de integración, teniendo en cuenta los fundamentos constitucionales de buena parte de la doctrina europea consagrada tras la Segunda Guerra Mundial, teniendo a Smend o a Hesse como maestros inspiradores, o a Häberle, que ya fue prefigurado por Stuart Mill o Rousseau y también reclamado por Bobbio.

Con ello, si en la restauración democrática de Europa tras los totalitarismos, también los criterios de los vencedores se impusieron a los vencidos, en el caso de la España de la transición, fue el principio del acuerdo entre contrarios lo que presidió el tránsito hacia la democracia.

Nada de Piazzale Loreto, ni condenas a militares golpistas, ni claveles en los fusiles, como había podido suceder en Italia venciendo al fascismo, o en el derrocamiento de los coroneles en Grecia o en la derrota del salazarismo en Portugal. La política de “reconciliación nacional”, proclamada por el Partido Comunista de España en su Declaración de junio de 1956, en la que declaró solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles,a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco, esa política convergió con los acuerdos derivados del Contubernio de Munich, en 1962, protagonizado, entre otros, por liberales, democristianos y socialistas. El franquismo, contrariamente a lo que algunos manifiestan hoy en día, faltando a la verdad, consciente o inconscientemente, murió con Franco. Con Franco en su cama, pero murió con Franco.

Poco antes de adoptarse la Constitución, se firmaron los Pactos de la Moncloa, ese acuerdo histórico, fundamentado en la concordia entre ideologías, grupos sociales y económicos, dirigido a poder facilitar el advenimiento de la democracia. Tras la formación del gobierno Suárez esos Pactos pacificaron la vida política y revitalizaron la economía, haciendo posible el llamado “consenso” para que, todos, los que estuvieron en un lado y los que estuvieron en el otro, pudiéramos pasar página civilizadamente. Los Pactos de la Moncloa dieron paso a la legalización de los partidos políticos y a la Ley para la Reforma Política, antesala de la Constitución de 1978, la que fue adoptada por primera vez en nuestra historia, con un amplio consenso, pensando en Europa y permitiendo gobiernos en alternancia. Nos dotamos, pues, de una constitución que bien podría reclamarse, de no ser nosotros, aquí, tan timoratos y acomplejados, como inserta en los valores del patriotismo constitucional.

Fue Sternberger, jurista y politólogo, quien acuñó este término, patriotismo constitucional, en un artículo periodístico que escribió con motivo del 30 aniversario de la Ley Fundamental de Bonn, en 1979. Sternberger creía que el hecho de que Alemania se hubiera dotado, tras la derrota militar del nacionalsocialismo, de una cultura política democrática, fundamentada no en conceptos etnicistas ni la evocación del pasado histórico, sino en los derechos de participación consagrados en la constitución, que los reconoce y garantiza, tendría que ser un motivo de orgullo no sólo para la generación del momento sino para las futuras generaciones. Ello se inscribió también en un debate entre historiadores, filósofos y otros intelectuales, que encontraban grandes dificultades para reconciliarse con la barbarie del pasado y fue aquí donde Habermas, su gran divulgador, confirió un sentido moral al concepto de patriotismo constitucional, argumentando que el sistema político debía formarse alrededor de una identidad colectiva que se inspirase en la democracia y el respeto a los derechos humanos. Al mismo tiempo, esta estructura de pensamiento permitió que, tras la caída del muro de Berlín, los alemanes de uno y otro lado pudieran considerarse a sí mismos, con la unificación, como “un” pueblo. Contrariamente a todo tipo de nacionalismo, no se basaban en un sentimiento identitario, sino en un concepto racional que les reconocía el poder elegir ser ciudadanos, no de cualquier país, sino de uno fundamentado en los principios del constitucionalismo democrático y del cual se podía, por ello, estar orgulloso.

Pues bien, la Constitución de 1978, con el elenco de derechos que reconoce y garantiza, con el despliegue que ha originado mediante los estatutos de autonomía y con el entronque que ha permitido con las organizaciones europeas, ha venido conformando una ciudadanía portadora de un sistema multinivel de derechos que nos identifica como miembros de una de las zonas del mundo a la que muchas personas de otros lugares quisieran pertenecer. Los valores de Estado derecho, democracia, solidaridad, igualdad, libertad y respeto a los derechos humanos, incluidos los de las personas pertenecientes a minorías, constituyen el frontispicio de un sistema jurídico-político único, que nos identifica y nos protege, del cual deberíamos estar patrióticamente orgullosos, como españoles y como europeos. No por sentimientos identitarios, sino porque nos permite luchar día a día por el libre desarrollo de nuestra personalidad y porque, aún con todos sus defectos, nos hace sentir aquella tranquilidad que, según dicen que Churchill decía, nos permite pensar que si llaman al timbre de madrugada, es que ha sido el lechero.

Precisamente por responder a un procedimiento de consenso y por incorporar los valores que en ella se contienen, la Constitución española de 1978 ha sido tomada como modelo en las transiciones democráticas de muchos países. Lo que aquí algunos no quieren valorar en positivo, otros lo reconocen como instrumento, procedimental y substantivo, que permite el tránsito a la modernidad y/o la consolidación de la democracia.

En Túnez, por poner un ejemplo reciente, políticos y académicos reconocen la influencia que el proceso de transición a la democracia en España ha ejercido sobre la definición de su nuevo modelo constitucional.

Tanto en Túnez como en España no ha habido vencedores y vencidos en el momento de la adopción de la constitución democrática. Quizás por eso los tunecinos han vuelto sus ojos hacia España. Si, en nuestro caso, la transición derivó de la incapacidad de transformación del franquismo y del amplio acuerdo político que generó el consenso constitucional, en Túnez la transición transcurre tras una singular “primavera árabe” que ha generado, allí también, una constitución consensuada entre grupos, partidos y tendencias que, en principio, parecían condenados al enfrentamiento.

Es tan singular el proceso tunecino que sobresale en el constitucionalismo árabe-musulmán como un ejemplo de checks and balances, trabajosamente construidos a lo largo de una asamblea constituyente en la que nadie contaba con mayoría absoluta y los grandes partidos podían formar, cada uno por su parte, una minoría de bloqueo. Fuertes disidencias, en torno al propio concepto de democracia, del rol que debía atribuirse a la religión en un Estado moderno y respecto de la igualdad de mujeres y hombres, podían haber derivado en lo mismo que en Egipto o, incluso, en Libia, si la habilidad desplegada por una parte de la clase política de un lado y, del otro, por varias organizaciones de la sociedad civil, no hubiera llevado a buen puerto el cambio político, teniendo en cuenta, también, que sus oponentes, básicamente los partidos religiosos, no podían quedar relegados del mismo, pesara a quien pesara.

También hemos servido de modelo en las transiciones de Europa del Este, tras la implosión de la URSS y la desmembración de la antigua Yugoslavia, cuando los nuevos Estados han adoptado, también bajo el constitucionalismo de la integración, constituciones democráticas fundamentadas en valores y principios semejantes a los que proclama nuestra Constitución. El Consejo de Europa y la Unión Europea se han valido de numerosos expertos españoles, especialmente de los que vivimos la Transición, para “acompañar” a las nuevas democracias en el establecimiento de las nuevas instituciones. El valor de los tratados internacionales como canon de constitucionalidad en la interpretación de los derechos o los modelos de reforma constitucional que nosotros tenemos en la Constitución de 1978 se han generalizado en esa parte del mundo, pese a los conflictos que algunos todavía presentan, en torno a la garantía de los derechos o la división de poderes propia del Estado de derecho.

La Constitución española ha constituido también un gran referente para América Latina, especialmente en las reformas constitucionales habidas en los años 90, incorporando el valor normativo de los tratados internacionales o las cláusulas de integración supranacional, así como la generalización del control de constitucionalidad. Incluso en Birmania,respecto de la institucionalización de las nuevas Fuerzas Armadas del país o en una incipiente descentralización que todavía no se sabe muy bien hacia dónde se dirige.

La “formula española” de la integración en el Consejo de Europa, reconociendo la jurisdicción del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el valor interpretativo, o el efecto sobre el caso concreto, ha tenido también amplia repercusión, a pesar de lo que ha costado encontrar el instrumento de ejecución de las sentencias del Tribunal de Estrasburgo mediante la introducción de un nuevo supuesto en el recurso de revisión; esta fórmula ha resultado también de utilidad como modelo, en diversos países, para la ratificación e implementación de la Convención de Estambul dirigida a la lucha contra la violencia sobre las mujeres.

Así también la apertura de la cláusula de integración en organizaciones supranacionales, que ha posibilitado la integración en la Unión Europea, ha sido también incorporada en constituciones inspiradas por la española, si bien ya con regulaciones más concretas, debido a la evolución de la propia Unión, para el caso de los Estados miembros de la última ampliación.

En este contexto, reflexionar sobre un texto constitucional que tiene ya unos cuantos años de vigencia y pocas modificaciones, aunque sí un ingente desarrollo, supone el reconocimiento de un instrumento jurídico-político trascendental, que, en una situación de convulsión jurídica, política y social como la que estamos viviendo, merece un recuerdo, crítico, pero lleno de sentido, que nos permita deliberar sobre de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Pero para ello hay que “creerse el Estado”, sentar unos principios básicos comunes a todas las fuerzas democráticas y tener las cosas claras. Aunque sea difícil llegar a soluciones que no sean meras componendas, es necesario dotar de eficacia a los valores constitucionales, a la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político, en el marco de la democracia y el Estado de derecho.

Zweig, en “El mundo de ayer: Memorias de un europeo,” narra el soterrado estallido de aquella sociedad que se pretendía humanista y que, por no haber sabido, podido o querido reaccionar a tiempo, quedó destrozada por el seguimiento de las doctrinas que llevarían a una de las peores tragedias que tuvo que sufrir la sociedad europea. Y no sólo ella… Una sola frase de su libro muestra con toda claridad la ignominia a la que tuvieron que enfrentarse nuestros ancestros. Dice Stefan Zweig:

“Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra”.

Aunque parezca que la modernidad impide que cosas semejantes se repitan, hay que ser conscientes de que no estamos inmunizados. Rememorar el valor del constitucionalismo de la integración puede ayudarnos a no volver a tropezar en la misma piedra.

Teresa Freixes. Conferencia pronunciada en en Senado de España con motivo del 40 aniversario de la Constitución española de 1978.

Publicada en la obra: CONGRESO INTERNACIONAL CONSTITUCIONAL
Palacio del Senado, 4 y 5 de octubre de 2018
CORTES GENERALES, CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES- Año 2020.

Fotografía: Biblioteca del Senado.


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