DERECHO A DECIDIR Y CONSTITUCIÓN

Aun a riesgo de, por una parte, simplificar y, por otra, complicar el tema, creo importante referirme, aquí y ahora, a señalar algunas cuestiones relativas al pretendido encaje constitucional del derecho a decidir, porque se están oyendo, y escribiendo, afirmaciones relativas a que nuestra Constitución de 1978 cobija perfectamente que el derecho a decidir justifique la realización de un referéndum de autodeterminación o secesión.

El estudio de las normas constitucionales plantea problemas de interpretación especialmente significativos debido, entre otras cosas, a los valores que incorporan y a los principios que de ellas pueden extraerse como fundamento de otras reglas jurídicas.

Desde la teoría clásica del Derecho se suele distinguir entre valores, principios y reglas (las reglas son las normas, que pueden estar o no en códigos y leyes, según el sistema de que se trate), cada uno con su estructura jurídica y su función operativa. En tal contexto, hasta hace poco tiempo, estas instituciones se abordaban desde la perspectiva de cada sistema jurídico individualmente considerado, y a lo máximo que se llegaba era a hacer estudios de derecho comparado sobre las mismas.

Hoy en día, con las consecuencias que la globalización y los procesos de integración jurídica, como es el caso de la integración europea, provocan en los sistemas jurídicos, ya no es posible abordar los valores en un solo sistema, puesto que diversos niveles de producción jurídica confluyen sobre la regulación de una materia concreta. Además, debido a la incorporación de los valores, que anteriormente se situaban en áreas metajurídicas, a los textos normativos y, especialmente, a los de valor constitucional, tampoco cabe abordar el estudio jurídico de cualquier institución fuera del marco de los valores.

Sin tener en cuenta estos parámetros hermenéuticos previos, propios de nuestro sistema constitucional como sistema inserto en el de la Unión Europea, quienes defienden que el denominado “derecho a decidir” tiene encaje constitucional, lo derivan fundamentalmente del principio democrático, que es uno de los principios básicos del sistema europeo y del nuestro. Ciertamente, si sólo existiera, como principio (y como valor positivado que constituye parámetro de interpretación de principios y reglas jurídicas) el principio democrático, nada habría que objetar a esa configuración “constitucional” del derecho a decidir. Pero ello no es así, el principio democrático se enmarca en los valores constitucionales y europeos y coexiste con otros principios, como por ejemplo el de legalidad o el de justicia, o el del pluralismo o el de igualdad. Aparece pues aquí una “colisión” de instituciones jurídicas (los principios son una clase de instituciones jurídicas, los valores otra, los derechos  otra, las obligaciones otra…) que tiene que ser analizada para determinar qué sucede cuando, ante una situación concreta, son varios los valores, principios y normas que le pueden ser aplicables. Ante esto los sistemas jurídicos ofrecen respuestas distintas, según a qué tradición constitucional obedezcan.

En Estados Unidos, la teoría de la supremacía de los derechos personales frente a los patrimoniales constituyó el punto de partida para la elaboración de una jurisprudencia de los valores que incide directamente en la interpretación (a veces “creativa”) de derechos y libertades por parte del Tribunal Supremo (sobre todo cuando ejerce funciones de control de constitucionalidad. Y de ahí deriva la construcción jurídica de las preferred freedoms o libertades preferentes que se sitúan en un nivel jerárquicamente superior al resto de derechos y libertades; formulada por primera vez en 1945 en el caso Thomas v. Collins,  con la afirmación de que “la normal presunción de constitucionalidad cede ante la preferencia en nuestro sistema de las grandes e indispensables libertades garantizadas por la primera enmienda”, el Tribunal Supremo llegó a la conclusión de que las libertades garantizadas frente al legislador, que no puede aprobar leyes limitándolas, son las que se enuncian en la Primera Enmienda a la Constitución, que son libertades religiosas y de conciencia y las de asociación, reunión y expresión. Ello ha originado que los derechos preferentes sean considerados como portadores de valores y principios que son más trascendentes a nivel jurídico y que el resto de derechos, en especial los de carácter económico-social, cedan ante los considerados como preferentes. Existe pues, en este ordenamiento, una jerarquía en los derechos que deriva de la existencia, en paralelo, de una jerarquía entre los principios. De ahí que, entre los juristas estadounidenses, no sorprende que se defienda el derecho a decidir como derivado del principio democrático, considerado éste como un principio que, en la categoría jurídica de ese país, podría ser configurado como preferente. Pero eso es interpretación y teoría americana, forjada en un sistema jurídico concreto, que no tiene relación con el nuestro. En cuanto los juristas estadounidenses realizan una aproximación a los sistemas jurídicos europeos, dado que también conocen, como nosotros, tanto a Kelsen como a Hart, entienden por qué nosotros no nos basamos en la jerarquía entre valores, principios y normas sino que les atribuimos funciones jurídicas distintas. No tenemos constituciones que contengan regulaciones como las de la Primera Enmienda a la Constitución de 1787.

En Europa, únicamente en el Reino Unido y, por su influencia en los sistemas que aplican common law (Malta, Chipre y, en cierta forma, los Países Bajos; también en Estados Unidos, si no existe legislación nacional aplicable al caso, se aplica el common law inglés) podríamos encontrar, vía precedente judicial, aproximaciones a lo que podría considerarse como jerarquía entre principios o valores, que pudiera justificar que, en casos concretos, el principio democrático pudiera tener un valor superior al del resto de los principios. Aun así, incluso teniendo en cuenta el principio del stare decisis (famoso sobre todo desde el juez Douglas) o vinculación al precedente, favorecedor de la seguridad y estabilidad jurídica, si el principio democrático fuera considerado como superior a otros, por ejemplo, el de legalidad, ello podría ser revertible, puesto que es posible que una interpretación jurídica en este sentido pueda ser cambiada si se construye otra que, con la argumentación pertinente, demuestre lo contrario. No existe pues, tampoco, en estos sistemas, un principio democrático petrificado como superior al resto de principios.

En el resto del continente, en los sistemas constitucionales de los Estados miembros de la Unión Europea y en la propia Unión, todos los principios se sitúan, como tales, en un mismo rango jurídico, con el mismo valor. Aquí es necesario señalar cómo se forma o construye un principio jurídico en nuestros sistemas.

En Europa, valores y reglas están positivados, es decir, constan de forma explícita y concreta y pueden claramente apreciarse a través de una simple interpretación lingüística. Basta con leer los Tratados de la Unión y las Constituciones de los Estados miembros. Los principios, por el contrario, se extraen de las reglas jurídicas y una vez determinados tienen proyección normativa; consisten, pues, en fórmulas de Derecho fuertemente consensuadas que albergan en su seno gérmenes de reglas; lo que equivale a afirmar que los principios no constan explícitamente en el texto constitucional (salvo excepciones como la del principio de legalidad) pero que pueden fácilmente deducirse del mismo a través de una interpretación estructural y sistemática. Aquí  hay que aplicar las reglas conformemente a los valores y a veces nos vemos obligados a recurrir a los principios para deducir de los mismos una regla adecuada al caso concreto.

Pero no existe, en el Derecho Constitucional Europeo (corpus jurídico formado por el Derecho de la Unión y el Derecho Constitucional de los Estados miembros sistemáticamente interpretado), ninguna jerarquía entre principios que permita afirmar que el principio democrático esté por encima del principio de legalidad. Por lo que, en caso de conflicto entre principios, lo que se tiene que aplicar es otra construcción interpretativa que no comporte jerarquía preestablecida, que también se utiliza en el modelo anglosajón cuando lo que se contraponen son dos instituciones jurídicas del mismo rango, es decir, dos principios o dos derechos, y que es la teoría del balancing o equilibrio, por la que, sin el establecimiento previo de la existencia de un principio por encima de otro, es necesario analizar ambos para ver en qué forma pueden ser aplicados sin que ninguno de ellos quede destruido (los casos más evidentes ante el público son las colisiones entre libertad de expresión e intimidad). Aplicándolo a la colisión entre principio democrático y principio de legalidad, ello significa que no hay democracia sin ley y que la ley se inserta en la democracia, como resultado de la voluntad ciudadana.

Si tenemos que descender a aplicar esta interpretación al pretendido derecho a decidir, que como tal no está reconocido en la Constitución española ni en ningún ordenamiento jurídico aplicable al caso de un Estado miembro de la Unión Europea, no podríamos pues, considerarlo un derecho ejercitable. Tal pretensión jurídica (tener derecho a decidir sería, como máximo, un “derecho emergente” que precisaría ser inserto en un ordenamiento jurídico para poder ser considerado como derecho con todos sus elementos configuradores) no se puede fundamentar sobre el pretendido valor superior del principio democrático, puesto que éste debe ser interpretado en conexión con el resto de principios del Derecho Constitucional Europeo, en el que se inserta claramente la Constitución española de 1978, entre ellos el de legalidad, inserto en el valor constitucional del Estado de Derecho, que también es, al mismo tiempo, regla positivada (art. 2 del Tratado de la Unión Europea y art. 1.1 de la Constitución española; también claramente positivado en el resto de las Constituciones de los Estados de la UE y constituyendo, por ello, una tradición constitucional común).

No existe, pues, tal anclaje constitucional del derecho a decidir. Para ello sería necesaria una reforma constitucional previa y, además, verificar que ello fuera compatible con ese Derecho Constitucional Europeo que forma ya un corpus jurídico cuyas bases son generalizables a todo el Derecho de la Unión y sus Estados miembros. No entraré ahora en este terreno, aunque seguramente tengamos que abordarlo en un futuro próximo.

Bellaterra, a 22 de junio de 2016


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