LOS JUECES Y TRIBUNALES COMO CONTRAPODER ANTE ABUSOS GUBERNAMENTALES. EL CASO DE ESTADOS UNIDOS

El tema que me ha sido adjudicado para esta intervención alude a “Los jueces y tribunales como contrapoder ante abusos gubernamentales. El Caso de EEUU”. Con ello se pretende que se pueda entender algo más lo que sucede en Estados Unidos: control judicial del ejecutivo, pero, ¿de qué manera? ¿Qué corrientes jurídicas representan los jueces del Tribunal Supremo? ¿A qué tendencias interpretativas se adscriben?

¿Por qué es importante planteárselo? ¿Tiene algo que ver con la división de poderes? ¿Estamos ante una discusión sólo académico/filosófica o el asunto cuenta con relevancia práctica? El control judicial del ejecutivo, ¿es propio únicamente de los Estados Unidos de América? ¿O tiene también raíces, o repercusiones en Europa y, más concretamente, en los países de nuestro entorno o en el nuestro propio?

¿División de poderes?, ¿distribución de funciones?, ¿colaboración entre los poderes?, ¿separación flexible entre los mismos? El dogma del constitucionalismo liberal clásico, introducido en la Constitución de Virginia, plasmado en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, desarrollado por la Constitución francesa de 1791 y recogido en prácticamente todas las Constituciones que se reclaman de una herencia liberal, ha sido puesto en entredicho ya desde su misma formulación.

La praxis política, la crítica filosófica o ideológica cimentaron teorías excesivamente esquemáticas olvidando la esencia misma del pensamiento de Montesquieu, dejando de lado el fundamento doctrinal de los necesarios contrapesos que han de equilibrar el funcionamiento orgánico del Estado. Hoy, el juez ya no se limita a ser la boca que pronuncia las palabras de la ley; hoy, los ejecutivos legislan e intervienen en la propia organización interna de las Cámaras; hoy, los Parlamentos realizan funciones de indirizzo político, sin que la idea de Montesquieu haya perdido su vigencia.

Sin que su reconocimiento signifique la adopción de dogmas predeterminados, la división de poderes, distribución de funciones, separación-colaboración entre los poderes, ha trascendido a sus versiones históricas adoptando temporales peculiaridades de configuración. Y la formulación clásica adopta una función de criterio referencial para evaluar las manifestaciones coyunturales que puede presentar la distribución funcional del poder político.

Es evidente que, en la actualidad, nos hallamos ante una configuración del Estado mucho más compleja que la existente en la época de Montesquieu. Nuevos fenómenos jurídico-políticos han estructurado relaciones funcionales y orgánicas diferentes de las clásicas. El creciente intervencionismo estatal ha facilitado la interacción entre órganos y la colaboración funcional, llegando a constituir un presupuesto intrínseco al Estado social y democrático de Derecho. La adopción del concepto normativo de Constitución como fundamento de los actuales Estados de Derecho ha planteado de facto la adaptación del principio clásico a las formulaciones jurídicas de los modernos textos constitucionales.

Cuando Montesquieu, examinando e interpretando el funcionamiento político de Inglaterra, imaginó un equilibrio entre los poderes basado en la atribución del legislativo al Parlamento (en el cual estaba incluido el Monarca), el ejecutivo al Gobierno y el judicial a los jueces (buscando al mismo tiempo el equilibrio entre los diferentes sectores sociales en pugna). Pero esta separación-colaboración entre poderes y/o funciones no se entendió igual en el resto de Estados que incorporaron las estructuras básicas del liberalismo. Los constituyentes norteamericanos, los padres fundadores, creyeron ver más allá de las formulaciones de Montesquieu y pretendieron establecer una separación rígida entre los poderes. Los revolucionarios franceses llegaron a definir la separación de los poderes como requisito indispensable para la existencia de una Constitución. Y, como consecuencia, el fundamento histórico y la formulación teórica subsiguiente del control judicial sobre el ejecutivo se asentaría sobre bases y con efectos muy diferentes a los del caso inglés. No digamos en Estados como el alemán, italiano y español, que tanto tardaron a estructurarse sobre las bases o la herencia del Estado de Derecho. Y, para complicarlo todavía más, la aparición de las organizaciones supranacionales, como la Unión Europea, hicieron replantear esta cuestión, introduciendo un “diálogo entre los jueces” que tiene sus efectos en el control que éstos realizan sobre el ejecutivo, sobre todo porque, en la UE, la co-legislación exige que los Gobiernos sean, al mismo tiempo que Gobiernos nacionales, la Cámara Alta de una estructura federativa cuya labor va también a ser controlada por el Alto Tribunal, es decir por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

No existe, pues, un único modelo de control judicial sobre el ejecutivo, pero sí existe un único principio que se ha ido extendiendo por todo el mundo democrático que es el consistente en que todo ejecutivo ha de estar sometido al control de los jueces. Los jueces van a ser, en las democracias actuales, la boca que no sólo pronunciará la palabra de la ley sino que será la última y definitiva voz que dirima los conflictos.

Ni tampoco existe un único modelo de formación de los órganos de control judicial. En el modelo continental, aquel en el que estamos insertos, la profesionalización de la función es considerada como esencial para la independencia de los jueces, de tal modo, que el poder político no tiene que tener intervención en su nombramiento (el caso de los Tribunales Constitucionales, que no son poder judicial, aunque ejercen jurisdicción, es distinto y lo analizaremos más adelante). En el modelo anglosajón, básicamente Reino Unido y Estados Unidos, la independencia se asegura mediante la valorización de la capacidad profesional precedente, la elevada preparación cultural y el enraizamiento sociopolítico con la colectividad, por lo que quien nombre a los jueces (gobernador, elección popular, tribunal profesional o Presidente de los Estados Unidos), es irrelevante a los efectos de garantizarles independencia. En ambos modelos, lo esencial, es garantizarles independencia. Sin ella, la división de poderes salta por los aires.

De ahí que, en el modelo estadounidense, se distinga entre jueces estatales y jueces federales, llamados todos a ejercer jurisdicción, aunque su legitimidad de origen sea distinta, porque lo que se les exige es legitimidad de ejercicio. Los jueces estatales, generalmente elegidos entre juristas, mediante votación popular, pueden serlo a través de candidatos propuestos por los partidos, o que se presentan libremente o filtrados a través de comités profesionales. Los jueces federales son nombrados por el Presidente con la conformidad del Senado y son vitalicios, teniéndose en cuenta, en la propuesta, criterios de mérito pero también políticos. Por el contrario, en nuestro modelo “continental”, el modelo funcionarial meritocrático o “de carrera” es el prevalente.

En todos los sistemas, el principio de seguridad jurídica es básico. Está enraizado en el Estado de Derecho, Rule of Law en Estados Unidos, que conlleva el carácter normativo de la Constitución, es decir, que la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico. Ello se muestra también, según los sistemas, en una doble fundamentación. La Constitución, por una parte, es una norma que es el equivalente a la norma fundamental de Kelsen en el modelo continental o a la regla de reconocimiento de Hart en el modelo anglosajón y, en ambos casos, su eficacia es asegurada por órganos de control de constitucionalidad, los Tribunales Constitucionales o los Tribunales Supremos cumpliendo funciones de control constitucional. Incluso en el ámbito de la Unión Europea, los Tratados de la Unión cumplen con esa misma función ya que se trata de normas que fundamentan el resto de normas europeas y vinculan a los sistemas jurídicos de los estados miembros de la UE, estando todo ello supervisado desde una especie de «control de constitucionalidad» que realiza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, asegurando la primacía del Derecho de la UE.

En todo el constitucionalismo democrático, pues, existe un control de constitucionalidad que es tanto un control sobre el legislador (en cuanto al contenido de la norma) y un control sobre el ejecutivo, normalmente en cuanto al control sobre la aplicación de la misma.

Y aquí aparece otra variable, que es el hecho de que, si bien siempre asimilamos legislador con parlamento, no siempre es el parlamento quien legisla. La ley, efectivamente, le está reservada, pero los ejecutivos pueden adoptar normas con valor, rango o fuerza de ley, además de desarrollar las leyes mediante reglamentos. Y así como, entre nosotros, las normas con valor de ley, siempre controladas desde el Parlamento previa o posteriormente a su entrada en vigor (son los decretos legislativos y decretos-leyes) son adoptadas por el Gobierno, es decir, aprobadas en Consejo de Ministros, en Estados Unidos, el Presidente tiene la facultad de emitir “executive orders”, que serían el equivalente a nuestros decretos-ley, pero que no pueden ser controlados por el Congreso americano. La Constitución no las regula, pero tampoco las prohíbe y, desde que el primer Presidente, Washington, firmó la primera en 1789, se han venido adoptando por tradición constitucional, que en EE.UU es fuente del Derecho. La elección directa del Presidente por parte de la población, es decir, el régimen presidencialista, constituye el fundamento de esa potestad legislativa del Presidente, que sólo es de él y no del resto de miembros de su gobierno.

Prácticamente todos los presidentes americanos firmaron órdenes ejecutivas, algunos, como Roosevelt, hasta 3.721, para ayudar a superar la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Muchas han sido muy famosas: La proclama de emancipación de Lincoln dando libertad a todos los esclavos (1863), el fin de la segregación racial en el ejército (1948), las órdenes que conformaron el New Deal, la reforma migratoria de Obama… Finalmente, las que aparecen a colación de este tema: Las órdenes ejecutivas emitidas por Donald Trump.

Dos sucesivas órdenes ejecutivas firmadas por Trump han sido objeto de paralización por parte de los jueces. Ambas hacían referencia a la supresión de visados y el argumento para la suspensión, primero cautelar y luego definitiva, ha sido el que los jueces las han considerado contrarias a la Constitución. En el sistema estadounidense, las órdenes ejecutivas pueden desarrollar leyes, pero no contradecirlas directamente y menos ser contrarias a la Constitución que es la norma suprema. La mayor parte de ellas cubren ámbitos no previstos constitucionalmente.

Durante mes de febrero pasado se planteó el asunto de la suspensión de visados a ciudadanos de terceros países que quisieran entrar en EE.UU, acordada mediante orden ejecutiva del Presidente. El asunto se judicializó cuando un juez estatal suspendió la orden ejecutiva en forma cautelar (es decir, a la espera de una decisión definitiva). Ello fue apelado por la Administración Trump pero la apelación fue rechazada. Otra orden ejecutiva de contenido similar volvió a ser suspendida, apelada y, también, rechazada la apelación. Con ello, queda expedita la vía para que la supresión de visados contenida en las órdenes ejecutivas, sea controlada por el Tribunal Supremo, quien deberá pronunciarse definitivamente sobre su contenido. El control de constitucionalidad difuso, propio del sistema estadounidense, implica que los jueces inaplican las leyes que consideran, fundadamente, como inconstitucionales (los que así las consideren, porque los que afirman su constitucionalidad sí que las aplican) hasta que el Tribunal Supremo se pronuncia de una vez por todas. A partir de ese momento, todos los jueces, todos los poderes públicos y los particulares, quedan sujetos al cumplimiento de la sentencia.

Y aquí viene a colación el siguiente problema: Los jueces del Tribunal Supremo son nombrados vitaliciamente por el Presidente y, actualmente, tras el último nombramiento efectuado por Trump, la mayoría del tribunal podríamos considerar que se decanta hacia el conservadurismo. Ello sin embargo, debe ser matizado cuidadosamente, pues de la descripción de las tendencias interpretativas estadounidenses, que toman sus raíces de la doctrina fraguada en la segunda mitad del siglo XX, podremos apreciar que no es tan sencillo poner «etiquetas políticas» a los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

En este sentido, es importante conocer el planteamiento interpretativo, doctrinal o dogmático, de los jueces. Porque, en un contexto político, pero profesional, como el desarrollo del “gobierno de los jueces” (así se han llamado los períodos de la historia en la que ha sido el Tribunal Supremo el principal artífice de las políticas al tener que tomar conocimiento de casos eminentemente políticos y tener que decidir sobre los mismos) cuenta ya más el posicionamiento interpretativo o doctrinal del juez que su previa adscripción política.

El constitucionalismo americano ha planteado el debate en torno a la interpretación de la Constitución, sobre cuatro grandes postulados que son, a su vez, la expresión de dos pares de opuestos: «interpretivism/non-interpretivism» y «activism/self-restraint«, los cuales admiten a su vez una serie de matizaciones. En síntesis, el debate se plantea entre aquellos para los cuales la Constitución tiene un significado claro y preciso y en consecuencia no es preciso recurrir a elementos extraconstitucionales para interpretarla, y aquellos que consideran que en la Constitución existen preceptos oscuros e indeterminados que interpretados desde dentro de la Constitución pueden originar diferentes soluciones interpretativas y por consiguiente es necesario averiguar cuál es el más adecuado a partir de fuentes extraconstitucionales. Cada una de estas corrientes de interpretación presenta a su vez variantes.

En efecto, se pueden apreciar aquellas teorías (Rawls, en cierto modo) que aseguran que no es necesario realizar grandes averiguaciones para encontrar el significado constitucional correcto (en el sentido de Dworkin) puesto que éste viene ya prefijado por quienes redactaron el texto constitucional («originalism«); para esta corriente el intérprete constitucional que «construye» interpretaciones está usurpando funciones que no le competen, es decir, está actuando anticonstitucionalmente. Por el contrario, existen también posiciones que defienden que la obtención de la respuesta correcta a los problemas que plantea la interpretación constitucional debe inferirse de una construcción jurídica elaborada a partir de las premisas escritas en el propio texto constitucional («document-bound interpretivism» o bien «broad constructionism«) de tal forma que es preciso realizar una búsqueda hermenéutica sin reglas precisas puesto que no existen normas sobre cómo debe realizarse esa interpretación (Ely, por ejemplo, en desarrollo de la doctrina Warren). Para los primeros, los jueces deben aplicarse la máxima del «self-restraint» o autorestricción en el sentido de utilizar únicamente una interpretación literal de la Constitución, petrificando prácticamente la interpretación a lo largo de los años y renunciando a aplicar opiniones personales a través de la “judicial review”; mientras que para los segundos, esta interpretación del «self restraint» implicaría la dejación de funciones por parte de los jueces, quienes renunciarían a encontrar el significado implícito que es necesario sacar a la luz para determinar la interpretación constitucional correcta.

Los partidarios del «non-interpretivism«, a su vez, manifiestan dos corrientes interpretativas sobre la “judicial review”: aquellos que afirman que el juez únicamente puede declarar inconstitucionales las normas que claramente infrinjan los mandatos constitucionales claros y precisos y que, cuando el mandato de la Constitución no conste fehacientemente el juez debe abstenerse de intervenir en favor de aquéllos que han sido elegidos democráticamente para gobernar («judicial deference«). Por otra parte, entrarían dentro del «interpretivism» quienes afirman que los jueces deben, por el contrario, proponer interpretaciones en todo caso, incluso si no provienen directamente de la Constitución. Son fácilmente deducibles las consecuencias que de tales corrientes doctrinales se desprenden para la interpretación de los derechos. Por poner un ejemplo señalaremos que, siguiendo el modelo de la «judicial deference» hubieran sido imposibles sentencias del tenor de las decisiones del Tribunal Warren en favor de los «civil rights«.

Otras corrientes de interpretación anglosajonas han resultado también de gran importancia para el estudio de los derechos. Así la aplicación del principio del «stare decisis» (juez Douglas) o precedente, favorecedor de la seguridad y estabilidad jurídica, al vincular las decisiones a los precedentes, los cuales son así transformados en fuentes imperativas para la interpretación. También el principio de unidad y coherencia en la interpretación constitucional siguiendo las reglas de la lógica jurídica para conseguir una armonía intepretativa que impida las contradicciones entre las normas constitucionales (Thayer). La razonabilidad o racionabilidad como medida de interpretación constitucional, especialmente interesante cuando están en juego valores constitucionales contrapuestos (Henkin) y la llamada jurisprudencia de los valores, desarrollada tanto en Alemania como en los Estados Unidos, son otros ejemplos de la variada gama de las corrientes de interpretación constitucional que deben ser examinadas siquiera para rechazarlas cuando no sean adecuadas a la exégesis que precisa una Constitución concreta.

De hecho, utilicen cualquiera de las vías interpretativas que la teoría jurídica les ofrece, los jueces del Tribunal Supremo americano deberán enfrentarse al control de decisiones recientemente tomadas por el Presidente Trump. Deberán hacerlo razonadamente. Y lo harán porque el sistema de contrapesos, el famoso «checks and balances» propio del sistema constitucional estadounidense les obliga a ello. Los jueces ordinarios, en ese control de constitucionalidad difuso que la Constitución establece, toman sus decisiones y el sistema de apelaciones hace que, tras deliberar si el problema tiene «enjundia constitucional», es decir, aplicando la técnica del «cerciorari», el Tribunal Supremo zanja definitivamente la cuestión.

Yendo más allá de los Estados Unidos, en todo Estado de Derecho, desde que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos decidió actuar como juez constitucional, prácticamente todas las democracias constitucionales crearon órganos de control de la constitucionalidad cuya función esencial es la de ejercer de «vigilantes» sobre los legisladores para que las leyes que éstos adopten no sean contrarias a la Constitución. Ello ha originado que los Tribunales Constitucionales –cualquiera que sea su denominación  y su posición en el conjunto de las instituciones u órganos de los distintos países- sean los garantes de la Constitución en toda la Unión Europea.

Paralelamente, en todos los Estados democráticos, el poder ejecutivo, el Gobierno y la Administración, es controlado por el Poder Judicial. La jurisdicción contencioso-administrativa, en general, y los jueces penales, en su caso, son los competentes para ello: desde la Primera instancia hasta el Tribunal Supremo. Austria, por ejemplo, que no tenía establecido ese control judicial de la Administación y se basaba en el principio de la autotutela administrativa, tuvo que implantarlo tras una sentencia condenatoria del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Francia lo ejerce a través del Consejo de Estado cuando éste actúa como órgano jurisdiccional (también puede actuar como órgano consultivo).

Ciertamente, los tribunales constitucionales y los jueces ordinarios deben dar respuestas jurídicas a los problemas legales que la política no ha conseguido, sino solucionar, al menos encauzar. Aunque la controversia, jurídica y/o política, verse sobre el mismo objeto, ni los métodos, ni los tiempos, ni las respuestas, tienen que ser, por su distinta naturaleza, coincidentes. De ahí que, una vez emitida una sentencia, del Tribunal Constitucional o de cualquier otro órgano jurisdiccional, sea necesario acatarla aunque se disienta de su oportunidad o de su contenido. Lo contrario nos retrotrae a los tiempos en los que la arbitrariedad impedía la misma existencia de la seguridad jurídica o del imperio de la ley, en suma, de la misma democracia. Porque la democracia exige que se respeten tanto los contenidos como las formas e, incluso, a veces, éstas constituyen el presupuesto de legitimidad para la adopción de contenidos.

Ello también sucede así en la Unión Europea. Entre los valores que la UE exige a sus Estados miembros, destacaré en este momento, porque hay otros, el Estado de Derecho, que todos los estados que quieren entrar en la UE tienen que comprometerse a garantizar y a promover en común, y cuya puesta en riesgo o violación grave puede desencadenar un procedimiento de sanción que puede derivar en hacerles perder, a los estados que se considere infractores, sus derechos en las instituciones de la UE.

Ciertamente, no es la UE la única organización que pretende asegurar el Estado de Derecho; también el Consejo de Europa se fundamenta, además de en la democracia y los derechos humanos, en el imperio de la ley; pero la novedad estriba en que en la Unión se quiere que el Estado de Derecho no sea una entelequia y, para ello, porque ha Historia así lo demuestra, es necesario establecer algún instrumento de garantía, que permita tal aseguramiento. Y de ahí el procedimiento de sanción que en el Tratado de la Unión Europea se regula fundamentalmente en el art. 7.

Teniendo en cuenta las dificultades inherentes a la aplicación de este instrumento del Tratado, se ha instaurado el mecanismo preventivo denominado “Pre-Art.7”, bajo el rótulo “Un nuevo marco de la UE para reforzar el Estado de Derecho”, comportando una investigación concreta por parte de la Comisión Europea que desembocaría en una recomendación, la cual, de no ser tenida en cuenta por sus destinatarios, podía desencadenar el procedimiento de control por infracción de valores previsto en el Tratado.

No es baladí que en la UE exista preocupación por el respeto del Estado de Derecho. Se han dado casos y circunstancias en las que el fundamento último de la existencia de la democracia ha estado en peligro. Aunque desde el Tratado de Ámsterdam existía un instrumento preventivo que se ha mantenido y reforzado, en el de Niza, con el procedimiento de sanción por infracción de valores, tal procedimiento no ha sido nunca ni tan siquiera iniciado, a pesar de los casos sangrantes que han ocurrido. El procedimiento de sanción por infracción de valores es muy farragoso y necesita de un gran consenso en el marco de la UE, especialmente por tener que contar, por ejemplo, solamente para iniciarlo, con la aprobación de 4/5 de los miembros del Consejo (es decir, de los Estados miembros) y, para constatar la infracción de valores cometida por el Estado, precisa de la unanimidad de todos los miembros del Consejo Europeo.

Han existido diversas ocasiones en las que se ha reclamado la aplicación de este procedimiento de sanción, todas ellas de enorme significado en relación a la complejidad de ésta nuestra Europa. Ya hubo un conato de ello cuando el grupo neofascista de Haider llegó al Gobierno federal en Austria en el año 2000, estableciéndose sanciones bilaterales. También se ha reclamado su aplicación cuando, entre 2010 y 2012 se realizaron expulsiones de gitanos en Francia, no se respetaron algunas decisiones de la Corte Constitucional en Rumanía o se adoptaron, en Hungría, medidas que ponían en entredicho la independencia del poder judicial. Pero el procedimiento de sanción no ha sido efectivamente aplicado en ninguno de estos casos.

Vistas las dificultades que este procedimiento plantea, y precisamente por ello, es por lo que se ha puesto en marcha el mecanismo preventivo, que algunos denominan de alerta temprana o herramienta para un pre-procedimiento de sanción [pre-Article 7 tool]. Este procedimiento se ha adoptado mediante una Comunicación al Parlamento Europeo y al Consejo, es decir, que se trata de una norma de soft law o derecho orientador, que no tiene connotaciones jurisdiccionales, pero sí un importante significado político.

Su tramitación, desde la perspectiva jurídica, es bastante sencilla, pues consiste en un diálogo estructurado entre la Comisión y el Estado miembro concernido. En una primera etapa, la Comisión inicia consultas con el Estado, quien tiene la posibilidad de responder a las cuestiones que la Comisión le plantee. Seguidamente, la Comisión puede plantear recomendaciones para recomponer la situación y, además, puede organizar un monitoreo o seguimiento acerca de cómo el Estado da cumplimiento a lo recomendado. La Comisión puede consultar, para asesorarse ella misma, a los expertos de la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, la Red Europea de Presidentes de Tribunales Supremos o a la Comisión de Venecia del Consejo de Europa.

¿Qué efectos puede producir la puesta en marcha de este mecanismo preventivo? Habrá que estar pendientes de lo que suceda en el caso de Polonia, que es el primero en que se está aplicando, para ver lo que da de sí tal instrumento de control. Hay que ser conscientes de que no es el único mecanismo con que se puede contar al respecto, puesto que siempre queda la posibilidad de un recurso por incumplimiento ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Además, también se está pensando en instrumentos complementarios ante el Parlamento Europeo, que ya ejerce controles mediante sus Informes Anuales o en la Comisión de Peticiones, mediante un nuevo Mecanismo de Copenhague, involucrando a la Agencia de Derechos Fundamentales, la Comisión, el Consejo, el Parlamento Europeo y los estados miembros.

Todo ello muestra la importancia que el respeto del Estado de Derecho está cobrando en el marco de las Instituciones europeas. No es posible que la Unión mire hacia otro lado cuando el respeto a la ley, la seguridad jurídica, quiebre en sus Estados miembros. Desde que se introdujeron los valores en los Tratados la Unión Europea ha ganado en legitimidad, no sólo jurídica sino también política. Por ello es necesario que, cuando la política ponga en riesgo o infrinja esos valores, no reine la impunidad. Es necesario que se pueda garantizar el cumplimiento de la ley, porque ello es el fundamento de la democracia y de los derechos fundamentales.

Estado de Derecho y democracia aparecen, pues, como elementos imprescindibles para la legitimidad de los sistemas políticos, y la seguridad jurídica, propia del Estado de Derecho, no puede verse en entredicho en ningún país democrático.

Parlamento Europeo. Bruselas. 24 de abril de 2017.

 

 

 

 


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