MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

Como le dije a mi amiga, la periodista Gema Castellanos, en una entrevista grabada que pronto estará en disposición de ser difundida, lo que nos puede suceder a partir de la investidura que está a punto de producirse, es como a los matrimonios de conveniencia: En la mayor parte de los casos son los que más duran.

Efectivamente, la endiablada situación a que nos abocan los acontecimientos de los últimos días y los que previsiblemente están por venir, ha fraguado una negociación cuyo contenido desconocemos que va a dar sus frutos en los próximos meses, quizás años, en el contexto de mayor división y enfrentamiento político y social que hemos tenido en España desde que nos dotamos de la primera Constitución democrática, triunfo del Estado de Derecho y del pacto político, económico y social que supuso la Transición.

Se ha concluido un acuerdo político entre antagónicos que nada tiene que ver con aquel que fue fundacional de nuestro sistema político-constitucional y que puede, digo puede porque no es conocido pero sí intuido y temido, llevarnos a la destrucción de aquello de lo que más orgullosos estábamos: la conformación de una ciudadanía dispuesta a avanzar hacia un sistema socialmente más justo (recordemos los Pactos de la Moncloa, con el ejemplo que constituyeron y constituyen no sólo para España sino para muchos otros países que vieron en ello un procedimiento que legitimaba los cambios económicos pluralmente acordados) con respeto de todas las opciones ideológicas y en el marco de las reglas del Estado de Derecho. Y ello con luz y taquígrafos, pues los Pactos fueron puestos por escrito y publicados (todavía conservo un ejemplar de los mismos) y se constituyeron sendas comisiones de control, para encauzar su puesta en práctica, de las que yo misma formé parte, en aquellos momentos, como integrada en aquella Asamblea de Cataluña que, esa sí, respondía a una transversalidad y una legitimidad imposible de discutir, no ya entonces, sino ahora mismo. No hablo, pues, “de oídas” sino como protagonista de algo en lo que estuve presente y que, pese a las dificultades para aunar voluntades que tuvimos, supimos superar porque que lo que estábamos haciendo no respondía a la voluntad que una mitad de la población quería imponer sobre otra mitad.

Ese espíritu ha ido progresivamente desapareciendo y ha sido sustituido por un cortoplacismo miope que, al desencadenar acuerdos que no responden a la centralidad de que se hizo gala exitosamente en el pasado y que las urnas insisten en recordar, en vez de ayudar a avanzar de modo que el interés general y el conjunto del país constituyan los ejes de los contenidos de los actuales acuerdos, está produciendo mayor división y enfrentamiento que el que, pretendidamente, dicen que quieren superar. Acuerdos definidos como “progresistas” sin dar ninguna definición de progreso. Acuerdos tan mínimos, colgados con alfileres despuntados, que únicamente permiten prever, si no hay sorpresas, que se consigan los votos exactos para, en una segunda vuelta, obtener una investidura sobre un candidato que, no sé si inconscientemente o en un ejemplo de filibusterismo político dirigido a hacer ver que sí puede con ello, ha desgranado en su programa una tal batería de reformas legales que ni aprobando una ley por mes, lo cual es prácticamente imposible, necesitaría toda la legislatura. ¿De verdad es creíble el programa que nos ha sido expuesto? ¿De verdad es creíble cuando no se dispone de las mayorías necesarias para aprobar todos esos cambios que, además, tienen su reflejo en unos presupuestos del Estado que nadie garantiza? ¿De verdad se creen que van a poder gobernar el día a día?

Se ha sustituido a la democracia representativa por los acuerdos políticos fuera de las instituciones. Se ha magnificado el populismo que representan referéndums y consultas al margen del entendimiento plural democrático. El acuerdo principal conocido, porque los hay cuyo contenido no conocemos, ha sido tomado por dos partidos políticos, PSOE y ERC, al margen de la democracia parlamentaria, sin la luz y taquígrafos que la presiden. Parece que va a implicar a dos gobiernos, el de España que resulte de la investidura y el actual gobierno de la Generalitat, como si fueran instituciones homónimas, cuando el de la Generalitat no representa, porque así lo han querido sus miembros, al conjunto de la ciudadanía de la Cataluña actual y cuando pueden llegar a tratarse cuestiones que no sólo afectan, bilateralmente, a ambos. No es bilateral la cuestión de la financiación, pues Cataluña está incluida en el régimen de la LOFCA y si ello se quiere cambiar afecta al conjunto de las Comunidades Autónomas; no es bilateral el reconocimiento de “singularidades” pues las que se reconocieron al adoptarse la Constitución fueron aceptadas por la constituyente; no es bilateral el reconocimiento de derechos, puesto que los derechos están reconocidos por la Constitución y los Estatutos de Autonomía, acordados, estos últimos, tras el trámite en la correspondiente comunidad autónoma, como Ley orgánica en el Congreso de los Diputados, es decir, por la pluralidad política democrática española en su conjunto.

Todo ello pretenden que sea sustituido por el voto popular ratificador de lo que se acuerde. Votemos, que es lo único que vale. Recordemos, al respecto, que fueron los populismos nacionalistas quienes, a lo largo del último siglo, pretendieron legitimar sus ilegítimas e ilegales propuestas porque así lo quería el pueblo. Algunos, recordando lo infausto de aquellos regímenes, han llegado a prohibir que se puedan utilizar, en la toma de decisiones, estos instrumentos que tanto degradan la calidad de la democracia.

Esta endiablada situación ha sido, además, jalonada, por una falsa premisa: Según sus defensores, se trataría de la puesta en marcha de la “desjudicialización de la política”, como si la política todo lo pudiera, que no es así, del mismo modo que la judicialización tampoco lo puede todo. Al respecto repito algo que suelo decir, recordando el período de la historia de Estados Unidos denominado “gobierno de los jueces” y que se reduce a la constatación de que los jueces tienen tanto más protagonismo cuanto más perniciosos se revelan los políticos. Y, sí señores, nuestros políticos, todos, salvo honrosas excepciones, se han revelado inútiles para “marchar francamente por la senda constitucional” (esa frase repica en los oídos de muchos cuando es pronunciada por quienes abiertamente han defendido pretender la liquidación de lo que denominan “el régimen del 78), abordar los problemas en su justa medida, responder a las demandas de la ciudadanía (no a sus propios intereses), hacer frente a las nuevas necesidades reformando lo que fuera necesario dentro del marco legal y, sobre todo, constituyendo un ejemplo de cohesión y de sensatez en el que la mayor parte de la ciudadanía pudiera verse reflejada.

Esta falsa premisa es peligrosísima, no sólo en el contexto actual. Lo ha sido, históricamente, en todo el mundo democrático: enfrentar la política a la ley es la peor opción que puede ser defendida, puesto que sin ley no hay democracia y sin democracia no existen los derechos (Conferencia de la Haya, fundacional del Consejo de Europa, 1949). Por ello, es necesario explicar bien los procedimientos y no fundar las decisiones en métodos populistas. La democracia ni se reduce al voto ni puede ser entendida sin el debido respeto a los derechos de todos. Por ello, en toda sociedad compleja, la nuestra por ejemplo, la aplicación de la ley no puede ser denostada por los que más tienen que defenderla.

No es, pues, aceptable que se califique de “golpe de estado” a la decisión de un órgano administrativo, la Junta Electoral Central, que actúa cuando es requerida por quien tiene legalmente legitimación activa para ello, y aplica la legislación vigente para dar efectividad a lo que ha sentenciado un órgano judicial, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, tal como se dispone en la Ley electoral, acordada precisamente para hacer efectivas sentencias que todavía no son firmes para evitar que el régimen legal de recursos ante el Tribunal Supremo convierta en ineficaz la decisión judicial primigenia. No hay “golpe de Estado” en la aplicación de la ley, máxime cuando esa Ley electoral fue reformada para incluir esta previsión con los votos favorables (socialistas y, significativamente, nacionalistas catalanes) de los que ahora no están conformes con que esta reforma legal se aplique. Cierto que yo misma advertí que ese cauce legal sería problemático, porque tanto la sentencia del TSJC como la decisión última de la JEC son recurribles ante el Tribunal Supremo, que ha de dictar la sentencia firme al respecto. Pero una cosa es que el ordenamiento jurídico no nos guste y otra cosa es que se niegue legitimidad a la aplicación de la ley. Ahí, nuestros políticos, deberían ser muy cuidadosos, puesto que deslegitimada la aplicación de “las leyes que no nos gustan” se están deslegitimando ellos mismos, sus propuestas, y las leyes que puedan resultar de las mismas.

Aunque los matrimonios de conveniencia son, generalmente, los que más duran, hay veces en que estallan al poco tiempo de contraerse porque la mínima convivencia que se habían autoimpuesto salta en pedazos por inasumible. Ténganlo, señores políticos, también en cuenta, pues, aunque la ciudadanía es quien suele pagar los platos rotos en estas ocasiones, la factura puede ser excesivamente elevada y entonces no se podría reponer la vajilla.

 

Barcelona, a 5 de enero de 2020.


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