MOLDAVIA: ¿UCRANIA BIS?

Acabo de leer en la prensa que “Manifestantes asaltan el parlamento de Moldavia tras la aprobación del gobierno proeuropeo” y ello, pese a ciertas diferencias, me trae rápidamente a la memoria lo acaecido anteriormente en Ucrania. Tras las correspondientes elecciones parlamentarias y varios meses de negociación, se acaba de formar en Moldavia un nuevo gobierno, liderado por un candidato de compromiso, que ha obtenido la mayoría parlamentaria, pero cuya tendencia y programa, dentro del cual se encuentra la negociación de un acuerdo de asociación con la Unión Europea, ha sido rechazada por los grupos prorrusos, que tienen gran fuerza en ese país.

Yo estuve en Moldavia hacia la mitad de los años 90, poco tiempo después de la guerra civil habida entre, simplificando, los moldavos pro-rumanos y los transnistrios pro-rusos; digo simplificando porque la demografía de Moldavia es harto compleja. La guerra comenzó en pleno proceso de independencia, afectando al propio reconocimiento por parte de las Naciones Unidas. Con el desmembramiento de la URSS, el territorio de Moldavia,  situado entre Ucrania y Rumanía, estuvo en un principio, como otras antiguas repúblicas soviéticas, integrado en la Comunidad de Estados Independientes; pero enseguida comenzaron los problemas, latentes desde hacía décadas, dada la composición social de la población. Moldavia cuenta con un 70 u 80% de moldavos rumanófonos en el conjunto del territorio, según las fuentes utilizadas, dentro de los cuales un 2% rumanos, aproximadamente; integra, además, a importantes minorías, entre el 20 o 30% en total, también según las fuentes, como son, en orden decreciente, ucranianos, rusos, alemanes, turcos, búlgaros, serbios, gagaúzos y gitanos.

Los problemas se agudizaron en la región de Transnistria, en la que los grupos sociales mayoritarios son un 30% de rusos, 28% de ucranianos y 40% de moldavos, aunque también cuenta, según las zonas, con población que podríamos considerar búlgara, gagaúza o polaca, entre otras. Incluso se llegó a realizar, en 1992, un referéndum de autodeterminación (señalaré al respecto que la Constitución soviética lo permitía y que, incluso, en 1991 se llegó a aprobar una ley que establecía el procedimiento para llevarlo a cabo) en el que la gran mayoría de la población de Transnistria declaró que quería integrarse en Rusia. Rusia tenía suficientes problemas en aquella época para ocuparse debidamente de lo que sucedía en la zona y, aun ayudando militarmente a los transnistros prorrusos durante la guerra, que fue muy corta pero que dejó huellas que todavía perduran, no intervino para solidificar lo que pretendía ser un nuevo estado integrado federal o confederalmente en ella. Hoy en día esta región, tiene un régimen especial en el contexto de Moldavia, si bien en la práctica funciona con estructuras propias de un estado que no existe (así lo definen muchos de sus habitantes). También es importante señalar que el conflicto con la Transnistria hace que Moldavia tenga serios problemas de avituallamiento energético puesto que las grandes empresas rusas de gas y electricidad cortan el suministro en dependencia de la intensidad del mismo.

Llegué a Chisinau (la capital de Moldavia) en pleno invierno, a unos 19-20 grados bajo cero, integrada en una delegación del Consejo de Europa, con la finalidad de ayudar en la formación de los nuevos jueces, para que adoptaran los criterios procesales derivados del derecho a un juicio justo y dar unas conferencias en la universidad acerca de la libertad de expresión en los estados democráticos. Durante el régimen comunista, dentro de la planificación económica soviética, Moldavia era el viñedo y la bodega de la URSS. Con ello, abastecía a gran parte de las repúblicas soviéticas de vino y recibía, a cambio, los productos básicos que se producían en las otras. Y ello derivó en que, con la independencia, Moldavia estaba llena de vino, pero apenas tenía electricidad, no tenía petróleo, ni gas, ni ningún otro producto que pudiera utilizar para equilibrar su balanza de pagos. Los días que pasé allí, no teníamos calefacción, ni agua en la habitación del hotel (las cañerías habían reventado) ni otra manera de hacer pasar el frío que lo que denominaba “calor animal” cuando estábamos en la universidad, en clases hacinadas de alumnos y hielo en los cristales de las ventanas o consiguiendo que alguno de los simpáticos americanos (“los amigos de la CIA” decía yo) que siempre acudían a nuestros seminarios nos invitaran a un café en la embajada de EEUU que, mediante sus propios generadores, gozaba de calefacción y bebida caliente, además de contar con estupendos sofás para pasar el rato y charlar sobre la situación del país o programar el trabajo del día siguiente. En el resto de lugares, la única bebida que no se congelaba era el vodka.

El país estaba en total ruina. Las grises calles de Chisinau prácticamente carecían de electricidad y estaban llenas de hielo, con lo que se hacía imposible recorrerlas en cuanto anochecía; pretensión que también era inútil debido a que los agentes de seguridad que siempre nos acompañaban desaconsejaban, amable pero tajantemente, que lo hiciéramos.

La propia ciudad, cuando te acercabas a ella desde el aeropuerto, te encogía un tanto el corazón, puesto que sólo se podía entrar en ella a través de una carretera que estaba jalonada por dos altos edificios, diseñados cada uno como un triángulo rectángulo-escaleno, horadado por minúsculas ventanas y en cuyos lados verticales se asentaban dos puertas que, nos dijeron, se podían cerrar cuando había disturbios, aislando de este modo a los habitantes dentro de la villa.

A las afueras, pequeñas casas hechas de materiales variopintos, donde se podía apreciar, por el humo que desprendía, la existencia de una chimenea, y por la tenue luz de las ventanas, que disponían de fanales, candiles o quinqués. Al contrario de lo que pudiera parecer, buena parte de estas viviendas no alojaban a los habitantes más pobres, sino a aquéllos que se habían podido hacer con tales casitas, crear un pequeño huerto alrededor e, incluso, construir un establo donde alguna que otra vaca, oveja o cabra, podía proveer de leche a sus dueños quienes, a su vez, podían transformarla en queso y hacer trueques en el mercado para obtener así otros productos que no pudieran producir; supe de un catedrático de física de la universidad cuya familia había podido sobrevivir con cierta “holgura” mediante tal sistema.

En las horas que nos dejaba libres nuestro trabajo con los jueces y los universitarios pudimos visitar algunas partes curiosas de la ciudad y sus alrededores, así como participar en un programa de televisión. Lo más curioso de todo fueron las bodegas de Stalin, que tenían un recorrido de más de 18 Km, y las preguntas que nos hicieron los espectadores del programa.

Stalin ordenó la construcción de bodegas por todo el territorio que resultara apto para ello, puesto que, como he explicado, la economía moldava se sostenía sobre el vino. En la bodega que nosotros visitamos, además de las salas y galerías destinadas a la producción vinícola, también se habían construido y decorado salas de reunión, especialmente dedicadas a los banquetes que el dirigente y sus amigos organizaban en sus visitas a la república. Las había de varias clases: unas pequeñas, para comidas o cenas íntimas o con pocas personas; otras más grandes, por ejemplo la que se solía utilizar después de partidas de caza, decoradas con las astas y pieles de diversos animales; y, por último, las más suntuosas, que casi parecían el palacio de Versalles, utilizadas para grandes recepciones y banquetes. Todavía guardo, sin abrir, una curiosa botella azul de vino blanco, como recuerdo de esa visita.

El programa de televisión resultó una experiencia tremendamente indicativa de lo que había supuesto para la población la demolición del socialismo. Se trataba de un programa de información y debate, por supuesto con traducción simultánea para los espectadores, para explicar a la población qué suponía haber entrado en el Consejo de Europa y construir una democracia, donde se aceptaba, además, que el público y telefónicamente se nos pudiera hacer preguntas. Tras una concienzuda explicación sobre el Estado de Derecho, la democracia y los derechos humanos, como pilares del nuevo Estado que podría ser homologado por las organizaciones europeas, recibimos preguntas del tenor siguiente:

– “Me gustaría saber cómo el Consejo de Europa podría conseguir que el ayuntamiento viniera a arreglar el agujero que tengo en el tejado. Hace varias semanas que estoy intentando llamar a los servicios municipales pero no consigo conectar con ellos”.

– “¿Podrían explicarme cómo el Consejo de Europa puede ayudarme a conseguir que los servicios sociales vuelvan a conectar el agua a mi casa?”

Y otras preguntas semejantes. Lo más duro de la cosa era darse cuenta de que, con el cambio de sistema, las viviendas, cuyo uso se cedía a sus habitantes, habían dejado de ser propiedad de las entidades locales, quienes se hacían cargo de las averías y del mantenimiento. Con el cambio de sistema, estas viviendas, por decreto diríamos aquí, pasaron a ser propiedad de quienes vivieran en ellas y la nueva lógica del sistema imponía que fueran los nuevos propietarios quienes se encargaran de las reparaciones y demás. Pero resulta que estos nuevos propietarios no se habían enterado de ello y pretendían, sin ningún éxito, que los servicios públicos les prestaran la asistencia como antes. Toda una lección de realismo…

Regresé posteriormente en otra misión formativa a Moldavia, al cabo de un par de años, y afortunadamente las cosas habían cambiado, si no substancialmente, al menos para mejor, en lo que se refiere a los servicios básicos. Ya había luz y agua, así como, aunque sin excesos, calefacción. Ya fue posible beber agua y no vodka en las comidas y tomar un café caliente sin tener que ir a la embajada americana. Los jueces parecían menos asombrados ante las características del juicio equitativo y los estudiantes ya no se mostraban tan incrédulos ante las garantías de la libertad de expresión. Pero el recuerdo del conflicto con la Transnistria estaba siempre presente y centraba muchos de los debates, no sólo académicos.

No sé qué va a pasar ahora en Moldavia. Por lo que vengo leyendo en estos días los prorrusos miran hacia Crimea como modelo a seguir en la Transnistria. Los moldavos rumanófonos, por el contrario, miran hacia la Unión Europea y quieren estrechar lazos con ella. El Parlamento ha sido asaltado y tengo la impresión de que la Rusia de Putin, como siempre que puede desestabilizar a la Unión Europea, o al menos intentarlo, no va a mirar ahora hacia otro lado. Y recordando a la gente con la que trabajé y pasé largas e interesantes veladas en Chisinau pienso: ¿Volverá a ser tan ineficaz la clase política de los Estados miembros de la UE como lo ha sido en Ucrania? ¿Volverán a resultar tan inútiles las instituciones europeas en el contexto de esta crisis? No lo olviden, señores líderes, en ambos casos, no sé si como pretexto, lo que desencadenó el asalto a las instituciones fue el deseo de integrarse en la Unión.

Bellaterra, a 20 de enero de 2016.


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